lunes, 23 de julio de 2012

Funny Games: Psicopatía e indefensión aprendida


Estamos acostumbrados a que nuestra conducta vaya seguida de unas consecuencias o resultados. Si queremos cambiar algo cambiamos nuestros actos, es decir, tenemos el control del entorno mediante nuestro comportamiento. La indefensión aprendida es un término psicológico que se refiere al estado emocional y motivacional causado por la pérdida de ese control. Se produce este fenómeno cuando los acontecimientos suceden y nos afectan pero nosotros no podemos hacer nada para evitarlos o cambiarlos. Aparece, entonces, un estado de incertidumbre, miedo, frustración e impotencia que como resultado acaba induciendo la total pasividad de quien lo sufre, ya sea persona o animal. Así es que el individuo permanece pasivo a todo lo que le sucede, como si no le importara o como si se diese por vencido, aunque en un determinado momento apareciese una escapatoria.
La película Funny Games es el retrato de la violencia con una forma física pero con un fondo de violencia psicológica (mucho más desgarrador) que provoca, incluso en el espectador, la angustiosa indefensión aprendida.
Estamos acostumbrados a que este fenómeno se represente en películas que tratan del exterminio nazi y los campos de concentración en los que vemos a personas demacradas y que sienten que su vida nada vale ya. Asociamos que el estado mental y anímico de estas almas se debe a unas condiciones extremadamente crueles y que se alargan irremediablemente en el tiempo.
En cambio, en la película de Michael Haneke este estado surge prácticamente de la nada y se instaura rápidamente. Los personajes tienen una vida cómoda y las circunstancias no podrían ser mejores, están de vacaciones.
Funny Games presenta a un psicópata (encantador, manipulador, hedonista y sin sentimientos) y a su esbirro, que teme a su compañero tanto como lo idolatra. Describe perfectamente el proceso en el cual se ganan la confianza de unos vecinos que más tarde se convertirán en víctimas. Mediante la incongruencia, la contraposición y la disonancia de la expresión emocional de los agresores consiguen crear un estado de confusión en la pareja que les vuelve vulnerables al ataque posterior. A partir de ese momento comienza el juego de la violencia psicológica, con educados monólogos y diálogos que sumen a la familia en la zozobra. Todo ello coronado con la apuesta que guía el resto de la película.
Esta película activa la empatía del espectador a través de las preguntas que se plantean a las víctimas, los tiempos que deja a la reflexión acompañándolos de una fotografía que habla por sí sola y algún detalle sorpresa más. La definitiva conexión con el espectador se establece con un escenario cotidiano en el que cualquiera de nosotros nos podríamos encontrar.
Esta película tiene dos versiones, una austríaca, de 1997, y otra estadounidense, de 2007. Las dos son iguales y cualquiera de ellas merece la pena tenerla en el recuerdo o en la videoteca:

-       Haneke, Michael. Funny Games. Austria, 1997. (108 min.)
-       Haneke, Michael. Funny Games. Estados Unidos, 2007. (111 min.)


Funny Games


martes, 10 de julio de 2012

Sobrevivir a las rabietas de un niño


Lloros, lloros y más lloros hasta quedarse casi afónico. Tirarse al suelo y dar patadas o pegar puñetazos y morder al adulto que le acompaña. Correr de un lado para otro dando gritos (a veces desgarradores). Ponerse rígido como una tabla cuando alguien le intenta mover…
Las rabietas no ocurren de un día para otro. Son el final de un largo camino que se empezó a recorrer hace mucho tiempo, probablemente, desde que el niño tenía meses. Así, la rabieta o pataleta es la herramienta de control de adultos más potente que los niños pueden conquistar.
Mientras los adultos nos esforzamos por pensar que son tan pequeños que no se dan cuenta de nada y que no se puede razonar con ellos, paulatinamente, van perfeccionando sus técnicas de toma de control. Aunque parezca una exageración porque no creemos que alguien tan pequeño sea capaz de pensar en ello, no lo es. También es cierto que no son capaces de trazar un plan de acción para conseguirlo. Es mucho más fácil que eso; nosotros mismos les enseñamos.
Un niño pide porque tiene una necesidad o quiere algo. Por ejemplo, cuando es recién nacido llora cuando le toca comer. Tiene hambre y llora, es un mecanismo de supervivencia. A medida que pasa el tiempo aprende a captar la atención con gorgoritos o, si es “importante”, con soniquete quejumbroso. A los pocos meses, siente tantas emociones como cualquiera de nosotros, incluida la frustración. ¿Qué nos ocurre a nosotros cuando nos sentimos frustrados? Nos enfadamos o lloramos. Hasta aquí todo bien pero, ¿cuál es el motivo de la frustración? Para cada uno será distinto, según lo que hayamos aprendido a tolerar.
Volvamos al bebé o al niño pequeño. El niño quiere algo y lo pide llamando la atención. Si no resulta suficiente incrementará sus llamadas y, si aún así no es bastante, empezará a quejarse o a llorar hasta que venga alguien y le haga caso. Habitualmente, como son bebés les solemos conceder todo, por aquello de la poca movilidad y el verles tan desvalidos y/o frágiles.
Poco a poco, con nuestro afán de superprotección, facilitamos lo que sea: alcanzar objetos, dar caramelos, subir o bajar escalones, etc. Con lo que el pequeño se acostumbra a tenerlo todo hecho fácilmente. Si no puede hacer algo, sabe que pidiéndolo llegará alguien que le ayude o lo haga por él. Y si no, llorará. Para que no llore y entendiendo que puede ser “difícil” su tarea (porque nosotros mismos le hemos enseñado que lo es con nuestra excesiva ayuda) corremos en su “auxilio”. Lo que se consigue así, es que cada vez el niño se haga más cómodo y no sepa afrontar la frustración porque nadie le dice que “no” o le obliga a hacerlo por sí mismo.
Lo que nos encontramos es que, con pocos años, se han acostumbrado a que quejándose o llorando consigan lo que quieren. Y, si no les hacemos caso, aumenta el volumen del llanto y de la expresividad encontrándonos con una rabieta.
No es por casualidad que las pataletas ocurran en espacios donde hay gente porque ahí es donde el adulto va a ceder antes ya sea por vergüenza o falta de paciencia. Con lo que la idea del lloro para conseguir lo deseado se consolida.
¿Qué hacer? Justo lo contrario, eliminar todo tipo de atención y mantenerse firmes. Es cierto, que nos puede asustar que cada vez sea más fuerte el llanto y que parezca que “le va a dar algo” pero es la mejor manera. Si aguantamos puede llegar a límites insospechados (aviso a navegantes) pero cuando llegue al punto álgido, casi como por arte de magia, irán disminuyendo los lloros, gritos y el resto de la escena hasta quedar en un mero ronroneo que con un poco de cariño pero mano firme podemos aplacar. Así será como aprenda que no todo se puede obtener o que no puede hacer lo que quiera en todo momento.
El control debe estar siempre en manos de los adultos y no al revés. Si continuamos repitiendo esto con cada rabieta, al final, un día diremos que “no” o pediremos hacer algo y… ¡no habrá ninguna escena! Felicidades. El esfuerzo, la paciencia, los nervios y disgustos habrán merecido la pena y tienen su recompensa.

martes, 3 de julio de 2012

¿Quién es el responsable?


Existe un lugar donde colocamos la responsabilidad de lo que nos pasa. Puede estar dentro o fuera de nosotros mismos. Al referirme a la responsabilidad, también me refiero a las causas o a la razón a la que atribuimos todo lo que nos ocurre. Esto recibe el nombre de “locus de control” (lugar de control) y no siempre está en el mismo sitio. Normalmente, todo lo que acontece se debe a un conjunto de causas.
El control que nosotros tenemos se basa en lo que hacemos o no hacemos y en la habilidad o cualidades que poseemos para ello. Por ejemplo, es posible que tengamos muy buena capacidad para algún deporte pero si no nos esforzamos no conseguiremos un buen rendimiento. O bien, alguien que no tenga muy buenas cualidades lo puede compensar con el esfuerzo que dedica.
En la parte externa a nosotros ocurre lo mismo. Está, por un lado, la suerte que a veces nos beneficia y, otras veces, no. Y, también, está el control que ejercen los demás sobre la situación. La lotería no nos toca porque hayamos elegido un número o porque en esa administración sea donde siempre sale el premio, sino que es por azar. Algo en lo que todo cuenta, por ejemplo, son las oposiciones. En ellas, es fundamental que nos preparemos y pongamos todo nuestro esfuerzo. Además, influye la suerte en las preguntas del examen y, también, depende de la nota de corte que se establece con las puntuaciones de todos los opositores.
La atribución que nosotros hacemos varía en cada momento. Depende de la situación pero, también, de nuestra personalidad, nuestro estado de ánimo, nuestra autoestima, etc. Cada uno de nosotros le concede mayor valor a unas circunstancias o a otras. Debemos ser capaces de ajustarnos a la realidad para dar una explicación lo más adaptada y equilibrada posible. Además, es necesario saber asumir las responsabilidades que nos corresponden y ser conscientes de que no podemos controlarlo todo.
Algunas veces, no asumimos que nos hemos equivocado y tratamos de buscar un chivo expiatorio que cargue con nuestras culpas. Si no somos capaces de ver nuestra responsabilidad, tampoco aprenderemos para la siguiente ocasión. Si nos acostumbramos a echar balones fuera jamás asumiremos nuestros actos y nuestra credibilidad irá mermando. Generalmente, nuestras expectativas se van formando según el control que creamos tener sobre la situación. En el caso de conseguirlas, siempre creeremos que fuimos nosotros, y nadie más, quien contribuyó a lograrlo. Nosotros solos sin ayuda. El problema viene cuando no se cumplen nuestros objetivos. Si no asumimos los errores pero la mayor parte dependía de nosotros, ¿qué ocurre? Es cuando buscamos a los demás para culparlos, nos enfadamos y tergiversamos lo sucedido. Pero, ¿realmente nos sirve de algo? Al fin y al cabo, tendremos que volver a intentarlo y luchar por nuestros objetivos y corremos el riesgo de quedarnos sin apoyo cuando lo necesitemos.
En el lado opuesto están  quienes no saben reconocer su valía. Aquellas personas que no creen tener el control sobre su vida. Solamente se culpabilizan de los sucesos negativos. Si algo les sale bien es por casualidad pero ellos no son los merecedores de halagos y felicitaciones. Creen que quizá les hayan ayudado demasiado o que se lo han puesto muy fácil. En cambio, cuando las cosas no salen bien, es por su incompetencia, porque “ya sabía yo que esto iba a salir mal”... Este pensamiento es propio de personas deprimidas y de quienes tienen una baja autoestima. A lo único que ayuda es a seguir manteniendo una pobre autoestima porque no se reconocen los éxitos y la persona se trata a si misma de “desastre”. Al final, dejará de intentar afrontar los nuevos retos que se vaya encontrando a lo largo de su vida.
Tan peligroso es atribuir todos los éxitos y ningún error a uno mismo como hacer todo lo contrario. Por eso, es importante saber ajustarse a las circunstancias. No se puede tener todo bajo control porque es imposible. El azar siempre está ahí para beneficiarnos o ponérnoslo más difícil pero conviene aceptarlo tal y como viene. También, debemos reconocer nuestras cualidades y limitaciones y nuestros éxitos y fracasos. De ello depende que aprendamos y sigamos luchando por nuestras metas en el futuro.