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martes, 13 de noviembre de 2012

El nido repleto



El nido repleto es el fenómeno contrario al nido vacío. Significa que los hijos se quedan en casa de los padres de forma indefinida. Se suele considerar la edad de emancipación los 18 años pero todos sabemos que es muy difícil, en nuestro país, que los hijos se vayan de casa a esta edad. En cambio, en la mayoría de los países europeos y en Estados Unidos es la norma general.
En España, se ha producido este fenómeno desde hace mucho tiempo. La excusa perfecta era el seguir estudiando y formándose para tener un “buen trabajo”. Después, había que encontrar ese “buen trabajo” y asentarse en él. Y una vez conseguida esta estabilidad… ¡qué pereza con lo a gusto que estoy aquí y lo bien que me tratan! Además, mis padres se quedarían solos…
La situación en el hogar era más o menos llevadera porque, tras muchas discusiones, al final todo se volvía normal y se llevaba como se podía desde todos los puntos implicados.  La sensación de los padres de regentar un hotel y la de los hijos de vivir controlados y tener que dar explicaciones por todo al final no era para tanto porque se acababan acostumbrando los unos a los otros. Como no había una ruptura desde los conflictos de la adolescencia todo parecía mucho más normal.
Ahora bien. Existe otra situación que origina el nido repleto y es la que se está dando en este momento con la situación económica actual. Muchos hijos se independizaron e, incluso, compraron su propia casa pero, de repente, se quedaron en el paro, sin ingresos y con una hipoteca a sus espaldas que les ata hasta la vejez.
A muchos de estos hijos no les ha quedado otro remedio que volver al hogar de los progenitores con lo que el segundo noviazgo de los padres se terminó de un plumazo (nunca mejor dicho). Los padres y madres que han vuelto a alojar a sus hijos en casa han perdido la intimidad de la noche a la mañana. Han tenido que renunciar a su propio espacio físico y psicológico puesto que ahora tienen en mente a otras personas que, a veces, parecen extraños.
Y es que volver a una situación anterior después de un tiempo de evolución para todos puede devenir en conflictos mayores que en la adolescencia. Los padres se han acostumbrado a vivir solos y tranquilos, hacer su vida sin tener que contar con nadie más y disfrutar de su vida de pareja. Además, del ajuste emocional por el que tuvieron que pasar cuando la casa se quedó vacía.
Por otro lado, los hijos llegan con sus propias manías que han adquirido durante su tiempo de independencia y les cuesta volver a los patrones de su infancia/juventud. Se sienten otra vez pequeños y controlados, como obligados a dar explicaciones aunque en verdad no sea así.
Para todos es una pérdida de algo bueno que han conseguido. Por eso, es esencial ponerse de acuerdo y fijar nuevas normas. En este caso, la decisión no es un deseo de ninguna de las partes pero en todos existe una idea subyacente que es la de seguir su vida sin que la situación les afecte en absoluto. Esa expectativa hace que todos los miembros se sientan frustrados en cierto modo puesto que la realidad no es esa.
Además, la frustración hace que se pongan ideas en los demás que no son ciertas, como la idea del hotel de los padres o la idea de control de los hijos. Todo esto no provoca más que confusión y una lucha por salvaguardar su propio reducto para así mantener la idea de que nada ha cambiado.
Y todo esto, sin contar si la vuelta es con el cónyuge y los hijos… Cuando se va uno y vuelven tres o cuatro (¡o más!) el paso de la tranquilidad absoluta a la algarabía constante se convierte en algo muy estresante para los padres/abuelos.
La realidad es que todo ha cambiado, los padres han cambiado, los hijos han cambiado y la situación también ha cambiado. Por eso, para evitar conflictos exagerados lo mejor que se puede hacer es pararse a pensar en cómo ha evolucionado cada uno de los miembros de la familia empezando por uno mismo. Analizar la situación que se presenta y abordarla entre todos para fijar unas pautas de convivencia que faciliten la confianza y la adaptación a las nuevas circunstancias.
No olvidemos que en el caso del retorno forzado de los hijos, éste ha sido debido a causas inevitables. La presión que sienten los hijos y la preocupación de los padres por ellos es aún mayor debido a la incertidumbre por la duración de la situación y su consiguiente estancia en el nido, ahora repleto. Todo eso hace que el estado de ánimo no sea el más propicio para ninguno de los miembros familiares.

martes, 6 de noviembre de 2012

El nido vacío



“Carreras por la casa, prisas y ruido de ruedas de unas maletas inquietas. Da vueltas por toda la casa mientras revisa todos los rincones de la habitación por si se olvidan algo. Mientras tanto, los ojos brillantes por las lágrimas que asoman al borde de las pestañas. Pero sonríe mientras les mira… En la puerta de casa, apurando los últimos detalles y dándoles un tupper con lo que hizo esa misma mañana y miles de besos y abrazos. Toda la vida criándoles, cuidándoles y preocupándose por que estuvieran bien y no les faltara de nada. Y ahora, sin darse cuenta, se van. De repente, el rostro infantil se torna en el de un adulto sereno a la vez que nervioso pero que transmite ilusión por el futuro. Al cerrar la puerta, el vacío inunda la casa.”
Éste suele ser el final de la larga secuencia que tiene lugar en una familia con hijos ya mayores. Algunos se van a estudiar fuera del hogar y otros encuentran su trabajo en otra ciudad o país. Otros, tras muchos años de dudas y comodidad, deciden dar el paso.
Poco a poco, los hijos han ido adquiriendo su independencia y han ido organizando su vida. Habrá costado muchas discusiones el hecho de ver que se van haciendo mayores y que ya no cuentan con nadie más que con sus amigos o su pareja. Los padres están fuera de los planes y pueden llegar a ser una molestia con sus continuas quejas y explicaciones que, por supuesto, son sin mala intención.
Pero a pesar de esa sensación de tener unos hijos que están en la casa como si fuera un hotel, siguen estando ahí. Para los padres siguen siendo parte de la casa y “sus niños”, aunque estos pasen de los treinta. Parece que el hecho de seguir bajo el mismo techo era un signo de protección y que nunca les iba a pasar nada porque por muy mal que fuera todo la familia seguía unida.
Tantas discusiones por la disciplina y tantas ganas de que se independizaran pero resulta que ahora la casa se nota sin vida. Falta algo que lo llenaba todo y da la impresión de que no se va a ir esa “presencia de la ausencia”.
Cuando se piensa en la independencia de los hijos parece que la preocupación va a desaparecer porque ellos ya serán mayores y tendrán su vida resuelta. En cambio, lo que ocurre realmente es que la preocupación persiste porque no se les ve a diario y las mismas preguntas que antes se respondían solas ahora nadie las resuelve. Se les echa de menos y se piensa, a menudo, qué estarán haciendo si estarán bien, por qué no llaman, etc. Por eso, casi lo primero que acude a la mente de una madre cuando descuelga el teléfono su hijo es: “¿Qué tal estás? ¿Comes bien? ¿Necesitas algo?” Si por ella fuera llamaría todos los días, sobre todo al principio.
Y es que parece que ese momento no va a llegar o que va a ser algo natural y casi un alivio para los padres, sin embargo, el cambio es muy grande y parece que sobra casa por todos los lados. Pero esa tristeza también es dulce porque es algo bueno para los hijos y es un cambio deseado en su vida. Es en ese momento cuando los padres ven su trabajo como educadores ahí reflejado; pueden comprobar si han preparado a sus hijos para desenvolverse adecuadamente y para ser felices por sí mismos.
Al final, no es tan dura la separación porque el contacto telefónico y las visitas son frecuentes. Y, si se han quedado en la misma ciudad, es posible que sigan yendo a comer todos los días.
Ahora empieza para la pareja una especie de segundo noviazgo para disfrutar. Unos cuantos años más tarde se reencuentran los dos sin cargas familiares y la prioridad son ellos mismos. La casa es su refugio y la pueden disfrutar a su antojo. Es la hora de descubrir la agradable compañía del otro y disfrutar.
Se corre el riesgo, no obstante, de darse cuenta del cambio tan grande que se ha dado y apenas reconocer a aquel o aquella joven que un día conocieron. Precisamente, esto es lo divertido porque es una ocasión magnífica para hacer planes juntos y dedicar tiempo suficiente a redescubrir al otro miembro de la pareja. La madurez es algo bueno para solventar los fallos de la inexperiencia y conseguir un grado de bienestar mucho mayor.