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viernes, 9 de agosto de 2013

Espirales de comunicación fallida



Cada vez que tenemos un conflicto familiar o con nuestra pareja nos acabamos diciendo “Siempre igual”, “Esto no tiene remedio”, “Siempre llegamos al mismo punto”, etc.
A lo largo del tiempo que pasamos con quienes convivimos vamos madurando al igual que el resto de los integrantes de nuestro ámbito social. Madurar significa crecer como persona y aprender a través de la experiencia. Pero el aprendizaje que llevamos a cabo no siempre supone corregir los errores sino que, a fuerza de repetición, aprendemos una única dinámica de comportamiento con los otros. Estos modos de relacionarnos se establecen en función de nuestra personalidad y la de los otros, en función de los acontecimientos que vivimos juntos y la manera de resolverlos y, también, en función del concepto que tenemos del otro.
Por lo general, vemos y analizamos la conducta de los otros y la juzgamos para bien o para mal. Inmediatamente, adjudicamos una etiqueta a esa persona porque sabemos que es así o porque ella misma lo reconoce. Lo que ocurre a continuación es que cuando interaccionamos con esa persona tenemos en mente su manera de comportarse y la etiqueta que le hemos puesto. Por ejemplo, si nos relacionamos con una persona que calificamos como sensible o frágil tendremos cuidado de no herirla con un vocabulario agresivo o con comentarios desagradables; si la calificamos como cabezota cuando vayamos a tratar un tema delicado nos armaremos de paciencia para no enfadarnos; si consideramos que hablamos con alguien muy despistado trataremos de dejar claro aquello que queremos y lo repetiremos varias veces para asegurarnos de que se ha enterado de todo.
Hasta aquí, podríamos decir que el responsable de la mala comunicación o de crear dinámicas de relación condenadas a fracasar es quien juzga. Esto no es del todo exacto. Nosotros mismos también tenemos un concepto sobre quiénes somos y, en función de con quién nos relacionamos, asumimos un rol u otro. Es decir, todos tenemos unas características o rasgos que nos definen y con las que nos identificamos pero también nos identificamos con roles familiares (hijo, hermano, pareja, progenitor, etc.) o con roles de nuestro grupo de amigos (el líder, el pasota, el tímido, el cotilla, el dependiente, etc.). El que asumamos un rol u otro depende de la situación pero cómo nos comportamos en ese papel depende de las características concretas que le asignamos a ese rol. Si, por ejemplo, en nuestra familia consideramos que los hijos deben obedecer siempre y acatar las normas, cuando nuestro papel sea el de hijos lo deseable será que nos comportemos así y cuando desempeñemos el rol de padres nuestra obligación será ser autoritarios. Si al líder de un grupo se le concibe como alguien dinámico, siempre de buen humor y que nunca se muestra débil quien asuma ese papel será el que encaje más con esa descripción pero deberá comportarse así en todas las ocasiones.
Nos asignan y asumimos un papel con unas características. Si nos comportamos de una forma diferente a esa etiqueta será difícil que se nos reconozca y las personas se encontrarán perdidas y sin saber cómo tratarnos por eso intentarán volver a los patrones de relación habituales que son los que conocen. A cambio, nosotros percibimos ese desconcierto y, en consecuencia, un cierto desencanto con lo que nos sentiremos inseguros y en riesgo de ser excluidos de ese grupo por creer que podemos decepcionarlos. Ese miedo al rechazo muchas veces nos lleva a renunciar al cambio de nuestro comportamiento con los demás y acabamos perpetuando las mismas dinámicas de relación, aunque resulten perjudiciales.
Por eso, cuando se trata de formas de comunicarnos conflictivas nos resulta tan difícil cambiar. Asumimos de antemano que las cosas van a seguir igual por parte de los demás y, con frecuencia, ni siquiera lo intentamos. Con ello confirmamos y perpetuamos nuestra etiqueta.
Por nuestra parte, no damos la oportunidad del cambio ni la confianza en el otro pero tampoco creemos que la otra persona vaya a hacerlo con nosotros. Así pues, en la siguiente disputa que nos encontremos tendremos una expectativa negativa acerca del resultado y directamente nos pondremos a la defensiva.
La vía para salir de este bucle es partir de cero y creer que los cambios se pueden producir y que éstos son positivos. Una buena manera es dar tiempo y hacer uso de la paciencia que a menudo olvidamos cultivar. Conceder la oportunidad de mantener un patrón de comunicación diferente será beneficioso para todas las partes en conflicto.

sábado, 6 de julio de 2013

Disfrutar de las vacaciones sin morir en el intento

Llega el verano y con él la temporada de las vacaciones estivales, las más deseadas pero, también, las más reñidas.
Durante el año establecemos una rutina que prácticamente gira en torno al trabajo. Pensamos y organizamos nuestro tiempo en torno a la jornada laboral y el rato que nos queda libre lo aprovechamos para hacer aquello que nos da tiempo y que no siempre son actividades de ocio.
En verano todo cambia. Los niños tienen vacaciones y se alteran las rutinas. Parece que todo es más relajado e intuimos que nos lo vamos a tomar todo con más calma que el resto del año.
Sin embargo, el preparar las vacaciones no es un asunto baladí. Lo primero de todo es saber el tiempo del que disponemos y el presupuesto con el que contamos para saber cuáles son las opciones que tenemos. Si comenzamos a soñar con unas vacaciones que no podemos pagar aquí llegará la primera frustración.
Otra cuestión a tener en cuenta es que no podemos llevarnos el trabajo en nuestra cabeza de vacaciones. Es un momento para desconectar y si mezclamos el ocio con el estrés éste último se apoderará de nuestro período vacacional y no podremos dejar de pensar en lo que estaríamos haciendo o lo que tendremos que hacer cuando volvamos para ponernos al día. Si no nos olvidamos del trabajo por unos días no disfrutaremos de las vacaciones y volveremos como si no nos hubiésemos marchado o peor aún.
Lo siguiente es saber con quién nos vamos a ir. Con amigos, en pareja, en familia o solos. Si vamos solos no tendremos problemas para organizarnos ya que todas las decisiones recaerán sobre nosotros mismos. Si vamos acompañados tendremos que ajustar días y ponernos de acuerdo con las preferencias de todos. Siempre debemos estar dispuestos a negociar pero si no estamos de acuerdo en absoluto con algo es mejor que lo digamos o que no nos sumemos al plan puesto que corremos el riesgo de crear tensión y acabar discutiendo durante todo el tiempo que duren las vacaciones.
En el caso de ir con nuestra pareja o familia tenemos que tener claro que este tiempo es para relajarse y disfrutar, y para reforzar la relación pero no para salvarla. A menudo, lo que ocurre es que las expectativas de unos y otros no se ponen en común y acabamos llevándonos una sorpresa no muy agradable. Cuando tenemos mucho estrés acumulado fantaseamos sobre las vacaciones y lo bien que nos lo vamos a pasar, cuántas cosas vamos a hacer y lo mucho que vamos a descansar. Pero, normalmente, hacemos los planes a nuestra medida sin contar con lo que le gustaría a la otra persona o, incluso, olvidando que nos llevamos a nuestros hijos. Muchas veces estamos acostumbrados a tener una relación más bien escasa con nuestra familia durante el año simplemente por la falta de tiempo. Así que lo único que hacemos es acumular las preocupaciones y los problemas diariamente sin compartirlos y damos por hecho que en las vacaciones se van a esfumar y vamos a volver como nuevos.
En cambio, lo que ocurre es que la otra parte de la pareja llega igual; con sus propias expectativas y con todo ese torrente de ansiedad y problemas que quiere quitarse de encima como si fueran moscas. En ningún momento nos paramos a pensar que la otra persona hubiese pensado lo mismo que nosotros, hacer lo que quiera, descansar y no preocuparse de nada ni nadie más. Así es que nos encontramos con una pareja que no quiere hacer nada de lo que nosotros queremos, que no nos comprende, que dice estar cansado y estresado y que sólo quiere estar tranquilo (o tranquila). Y puede que también nos encontremos con unos niños que no se cansan nunca de gritar, de pedir cosas y de pelearse con sus hermanos, que no nos dejan dormir y que requieren atención treinta horas al día.
De repente, todas nuestras ilusiones se rompen y la ansiedad aumenta con la frustración que sentimos. Comenzamos a sentir que “estábamos mejor en casa”, que “esto no es descanso ni es nada”, que “no lo podemos soportar más” y que ojalá se terminen pronto. Y a todo ello sumémosle que no podemos separarnos de este ambiente que se ha creado y que cada vez se nota más cargado. Como nuestro humor ha cambiado también la manera de relacionarnos con los demás ha cambiado y se nota un ambiente hostil que puede ir en aumento.
Para que nuestro tiempo de vacaciones no sea un desastre lo mejor es tener todos estos puntos bien definidos y asumir que no hay nada perfecto pero que, si nos lo proponemos, podemos pasar unas vacaciones magníficas y volver casi como si nos hubiésemos tomado un año sabático.

martes, 4 de diciembre de 2012

Mi marido y mis hijos son lo primero



¿Qué es lo más importante de tu vida? Lo más fácil es que nos acordemos de personas cercanas como los padres, la pareja o los hijos. A continuación, es posible que valoremos el trabajo y, en ocasiones, algunos bienes materiales. Así no nos consideraremos materialistas.
Pero, ¿dónde quedamos nosotros? ¿Acaso no somos importantes? Alguien creerá que pensar que nosotros mismos somos lo más importante es ser un completo egoísta. Y es que tenemos profundamente arraigado en nuestra mente que pensar en uno mismo es pensar única y exclusivamente en sí mismo. Sin embargo, si nosotros no existiéramos no existiría nuestra vida. Esto significa que esas personas importantes o ese trabajo que nos satisface o esas cosas que tanto valoramos no estarían a nuestro lado o no nos pertenecerían si no estuviésemos aquí.
Este tipo de creencia se da, sobre todo, en las mujeres. Por razones culturales, hemos asimilado que el rol de la mujer es el de cuidar de otras personas o que tienen una habilidad especial para ello. Tanto se nos repite y se nos alaba por hacerlo que al final acabamos creyéndonoslo y comportándonos en esa línea. A todos nos gusta que nos digan lo que hacemos bien y cuando nos valoran por ello procuramos repetirlo y convertirlo en una seña de identidad. Por eso, muchas mujeres que creen no ser muy valoradas dedican esfuerzos (a veces) sobrehumanos a demostrar lo bien que cuidan de su familia.
Esa necesidad de valoración constante puede hacer que pase de cuidar a su familia a sentirse responsable de muchas más personas y se deshaga en esfuerzos y favores para sentirse reconocida y aceptada por su entorno social.
Dedicarse por entero a los demás supone olvidarse de uno mismo y, paradójicamente, aislarse del mundo que nos rodea. Una cosa es preocuparse por alguien y hacer favores y otra es compartir una amistad, una vida en pareja o actividades agradables con alguien.
Adoptar el rol de “la que siempre está ahí”, a veces, supone que sólo cuenten con una cuando hay problemas que resolver pero no para otras cosas y, puede que tampoco encuentre apoyo cuando sea ella la que necesite ayuda. Sin querer se habrá adjudicado a sí misma un rol de interés o de “practicidad”, es decir, sólo se acordarán de ella cuando sea útil.
Olvidarse de una misma supone que los demás también se olviden. Si siempre tenemos mucho que hacer porque tenemos que ir a comprar, limpiar, planchar, preparar la comida o la cena para todos y etc., etc. no estamos dejando tiempo para cuidarnos. Nadie va a cubrir nuestras necesidades excepto nosotras mismas. Descansar después de trabajar y/o hacer las tareas de casa (compartidas con la pareja…) es necesario.
A veces, tumbarse un rato o no hacer nada es suficiente pero no siempre. También es bueno poder dedicarse a actividades que nos aporten bienestar. Actividades de ocio, artísticas, deportivas, etc. todo aquello que nos haga disfrutar y olvidarnos de nuestros quehaceres y preocupaciones. Y no sólo esto, sino que también nos ayuda a desarrollarnos como personas, aprender cosas nuevas y sentirnos bien con nosotras mismas, en definitiva alimentar nuestra autoestima. Además, compartir el tiempo con nuestros amigos nos ayuda a apartar el día a día, a despejarnos y a ver las preocupaciones desde otro punto de vista. Como esto, normalmente, es recíproco también nos ayuda a sentirnos valoradas pero de una manera más sana.
La necesidad de descansar y de guardarse un tiempo para cuidarse física y psicológicamente hace que nos renovemos y repongamos nuestra energía para enfrentarnos con optimismo a nuestro día a día y que se lo transmitamos a aquellos que más queremos y con los que compartimos nuestra vida.

martes, 13 de noviembre de 2012

El nido repleto



El nido repleto es el fenómeno contrario al nido vacío. Significa que los hijos se quedan en casa de los padres de forma indefinida. Se suele considerar la edad de emancipación los 18 años pero todos sabemos que es muy difícil, en nuestro país, que los hijos se vayan de casa a esta edad. En cambio, en la mayoría de los países europeos y en Estados Unidos es la norma general.
En España, se ha producido este fenómeno desde hace mucho tiempo. La excusa perfecta era el seguir estudiando y formándose para tener un “buen trabajo”. Después, había que encontrar ese “buen trabajo” y asentarse en él. Y una vez conseguida esta estabilidad… ¡qué pereza con lo a gusto que estoy aquí y lo bien que me tratan! Además, mis padres se quedarían solos…
La situación en el hogar era más o menos llevadera porque, tras muchas discusiones, al final todo se volvía normal y se llevaba como se podía desde todos los puntos implicados.  La sensación de los padres de regentar un hotel y la de los hijos de vivir controlados y tener que dar explicaciones por todo al final no era para tanto porque se acababan acostumbrando los unos a los otros. Como no había una ruptura desde los conflictos de la adolescencia todo parecía mucho más normal.
Ahora bien. Existe otra situación que origina el nido repleto y es la que se está dando en este momento con la situación económica actual. Muchos hijos se independizaron e, incluso, compraron su propia casa pero, de repente, se quedaron en el paro, sin ingresos y con una hipoteca a sus espaldas que les ata hasta la vejez.
A muchos de estos hijos no les ha quedado otro remedio que volver al hogar de los progenitores con lo que el segundo noviazgo de los padres se terminó de un plumazo (nunca mejor dicho). Los padres y madres que han vuelto a alojar a sus hijos en casa han perdido la intimidad de la noche a la mañana. Han tenido que renunciar a su propio espacio físico y psicológico puesto que ahora tienen en mente a otras personas que, a veces, parecen extraños.
Y es que volver a una situación anterior después de un tiempo de evolución para todos puede devenir en conflictos mayores que en la adolescencia. Los padres se han acostumbrado a vivir solos y tranquilos, hacer su vida sin tener que contar con nadie más y disfrutar de su vida de pareja. Además, del ajuste emocional por el que tuvieron que pasar cuando la casa se quedó vacía.
Por otro lado, los hijos llegan con sus propias manías que han adquirido durante su tiempo de independencia y les cuesta volver a los patrones de su infancia/juventud. Se sienten otra vez pequeños y controlados, como obligados a dar explicaciones aunque en verdad no sea así.
Para todos es una pérdida de algo bueno que han conseguido. Por eso, es esencial ponerse de acuerdo y fijar nuevas normas. En este caso, la decisión no es un deseo de ninguna de las partes pero en todos existe una idea subyacente que es la de seguir su vida sin que la situación les afecte en absoluto. Esa expectativa hace que todos los miembros se sientan frustrados en cierto modo puesto que la realidad no es esa.
Además, la frustración hace que se pongan ideas en los demás que no son ciertas, como la idea del hotel de los padres o la idea de control de los hijos. Todo esto no provoca más que confusión y una lucha por salvaguardar su propio reducto para así mantener la idea de que nada ha cambiado.
Y todo esto, sin contar si la vuelta es con el cónyuge y los hijos… Cuando se va uno y vuelven tres o cuatro (¡o más!) el paso de la tranquilidad absoluta a la algarabía constante se convierte en algo muy estresante para los padres/abuelos.
La realidad es que todo ha cambiado, los padres han cambiado, los hijos han cambiado y la situación también ha cambiado. Por eso, para evitar conflictos exagerados lo mejor que se puede hacer es pararse a pensar en cómo ha evolucionado cada uno de los miembros de la familia empezando por uno mismo. Analizar la situación que se presenta y abordarla entre todos para fijar unas pautas de convivencia que faciliten la confianza y la adaptación a las nuevas circunstancias.
No olvidemos que en el caso del retorno forzado de los hijos, éste ha sido debido a causas inevitables. La presión que sienten los hijos y la preocupación de los padres por ellos es aún mayor debido a la incertidumbre por la duración de la situación y su consiguiente estancia en el nido, ahora repleto. Todo eso hace que el estado de ánimo no sea el más propicio para ninguno de los miembros familiares.

lunes, 15 de octubre de 2012

El cambio de roles familiares



El acceso de la mujer al mercado laboral en nuestro país ha sido un logro que ha costado mucho esfuerzo y sacrificio. A fecha de hoy, como es bien sabido, aún no se ha logrado la igualdad plena en cuanto a salario y a las oportunidades de acceso a determinados puestos.
En la época de bonanza económica se llegó a la situación en la que en una pareja trabajaban los dos miembros de ésta. Aunque hubiese diferencia de salario tampoco se apreciaba en exceso puesto que había una buena solvencia en la casa. Actualmente es casi una utopía que en la pareja trabajen los dos; más bien, con suerte, trabaja uno de ellos. ¿Qué ocurre cuando la que conserva su empleo es la mujer?
Por un lado, se cambian los roles de la familia tradicional, que ya era hora. Pero por otro, en muchos casos, el cambio se convierte en una acumulación de roles para la mujer. El hombre, acostumbrado a ser el sustentador de la familia, ahora se encuentra sin un quehacer y ve su valía mermada. Pierde las rutinas diarias y no encuentra una gratificación a sus tareas.
Habitualmente, se solía tomar el sueldo de la mujer como algo extra puesto que en la mayoría de los casos la cuantía más elevada la aportaba el hombre. Ahora, la mujer se ve como única sustentadora económica de la familia. Es quien puede aportar los recursos para llegar a fin de mes y lo demás, si lo hay, es la parte extra.
Mientras que a lo largo del tiempo se les ha negado esta responsabilidad a ellas ahora les viene impuesta por la necesidad. La adaptación al cambio es costosa puesto que deben asumir su nuevo rol a marchas forzadas pero, además, no se les permite desligarse así como así de su rol “tradicional” de cuidadora familiar y ama de casa.
Así, muchas se encuentran con el temor a perder el trabajo y dejar sin nada a los que dependen de ella. Además, si el cambio ha sido muy brusco y no se ha establecido bien el reparto de tareas al llegar a casa, cansada después un largo día, es posible que nos encontremos con una pareja deprimida que se pasa las horas intentando adaptarse a su nuevo lugar y a su nuevo rol. Si el otro miembro de la pareja aún tiene en su conciencia que las tareas de casa no son satisfactorias y que suponen rebajar su estima y su orgullo la mujer se encontrará a su vuelta del trabajo la casa igual que ella la dejó. Y esto en el mejor de los casos.
El marido apelará al reparto de tareas y a que debe buscar trabajo y que si se dedica a la casa no le queda tiempo suficiente. Si, además, hay hijos en el entorno familiar la situación se complica puesto que, sobre todo si son pequeños, alguien ha de hacerse cargo de ellos.
Si no se tiene cuidado y se establecen unos límites adecuados se corre el peligro de que el hombre acabe sumido en una depresión en la que no sea capaz de salir de casa a buscar un nuevo empleo porque cree que ya ha tanteado todas las alternativas. O bien, que comience a esconder sus problemas en el consumo de alcohol u otras sustancias.
Por su parte, la mujer puede terminar acumulando los roles de los dos miembros de la pareja: sustentadora económica de la familia, cuidadora única y ama de casa. El estrés por la falta de tiempo, la preocupación por su pareja que comienza un declive anunciado y el agobio por no saber cuánto va a aguantar en su puesto de trabajo pueden hacer que la situación sea insostenible en el entorno familiar.
Para evitar este tipo de situaciones desagradables lo mejor es reorganizar la estructura familiar. Hacer un recuento de las tareas a realizar y dividirlas en función del tiempo disponible de cada uno de los miembros de la familia. Tanto hombres como mujeres hemos de asumir que los roles no se corresponden con el sexo genético y que ocuparse de la casa no es deshonroso en absoluto. Ver todo de manera global y concienciarse de que cada uno aporta lo que está en su mano de la mejor manera posible para que la familia funcione. Un hombre no es menos hombre por fregar los platos o limpiar el baño ni tampoco es una catástrofe que alguien nos eche una mano económicamente hablando cuando no queda más remedio.
Si una familia funciona sin desafíos ni luchas de poder o de roles todos los miembros asimilarán que su valía es igual a la de los demás y funcionará sin grandes conflictos que hagan quebrar la estabilidad y la seguridad de los más débiles, los hijos.