Cada
vez que tenemos un conflicto familiar o con nuestra pareja nos acabamos
diciendo “Siempre igual”, “Esto no tiene remedio”, “Siempre llegamos al mismo punto”, etc.
A
lo largo del tiempo que pasamos con quienes convivimos vamos madurando al igual
que el resto de los integrantes de nuestro ámbito social. Madurar significa
crecer como persona y aprender a través de la experiencia. Pero el aprendizaje
que llevamos a cabo no siempre supone corregir los errores sino que, a fuerza
de repetición, aprendemos una única dinámica de comportamiento con los otros.
Estos modos de relacionarnos se establecen en función de nuestra personalidad y
la de los otros, en función de los acontecimientos que vivimos juntos y la
manera de resolverlos y, también, en función del concepto que tenemos del otro.
Por
lo general, vemos y analizamos la conducta de los otros y la juzgamos para bien
o para mal. Inmediatamente, adjudicamos una etiqueta a esa persona porque
sabemos que es así o porque ella misma lo reconoce. Lo que ocurre a
continuación es que cuando interaccionamos con esa persona tenemos en mente su
manera de comportarse y la etiqueta que le hemos puesto. Por ejemplo, si nos
relacionamos con una persona que calificamos como sensible o frágil tendremos
cuidado de no herirla con un vocabulario agresivo o con comentarios
desagradables; si la calificamos como cabezota cuando vayamos a tratar un tema
delicado nos armaremos de paciencia para no enfadarnos; si consideramos que
hablamos con alguien muy despistado trataremos de dejar claro aquello que
queremos y lo repetiremos varias veces para asegurarnos de que se ha enterado
de todo.
Hasta
aquí, podríamos decir que el responsable de la mala comunicación o de crear
dinámicas de relación condenadas a fracasar es quien juzga. Esto no es del todo
exacto. Nosotros mismos también tenemos un concepto sobre quiénes somos y, en
función de con quién nos relacionamos, asumimos un rol u otro. Es decir, todos
tenemos unas características o rasgos que nos definen y con las que nos
identificamos pero también nos identificamos con roles familiares (hijo,
hermano, pareja, progenitor, etc.) o con roles de nuestro grupo de amigos (el
líder, el pasota, el tímido, el cotilla, el dependiente, etc.). El que asumamos
un rol u otro depende de la situación pero cómo nos comportamos en ese papel
depende de las características concretas que le asignamos a ese rol. Si, por
ejemplo, en nuestra familia consideramos que los hijos deben obedecer siempre y
acatar las normas, cuando nuestro papel sea el de hijos lo deseable será que
nos comportemos así y cuando desempeñemos el rol de padres nuestra obligación
será ser autoritarios. Si al líder de un grupo se le concibe como alguien
dinámico, siempre de buen humor y que nunca se muestra débil quien asuma ese
papel será el que encaje más con esa descripción pero deberá comportarse así en
todas las ocasiones.
Nos
asignan y asumimos un papel con unas características. Si nos comportamos de una
forma diferente a esa etiqueta será difícil que se nos reconozca y las personas
se encontrarán perdidas y sin saber cómo tratarnos por eso intentarán volver a
los patrones de relación habituales que son los que conocen. A cambio, nosotros
percibimos ese desconcierto y, en consecuencia, un cierto desencanto con lo que
nos sentiremos inseguros y en riesgo de ser excluidos de ese grupo por creer
que podemos decepcionarlos. Ese miedo al rechazo muchas veces nos lleva a renunciar
al cambio de nuestro comportamiento con los demás y acabamos perpetuando las
mismas dinámicas de relación, aunque resulten perjudiciales.
Por
eso, cuando se trata de formas de comunicarnos conflictivas nos resulta tan
difícil cambiar. Asumimos de antemano que las cosas van a seguir igual por
parte de los demás y, con frecuencia, ni siquiera lo intentamos. Con ello
confirmamos y perpetuamos nuestra etiqueta.
Por
nuestra parte, no damos la oportunidad del cambio ni la confianza en el otro
pero tampoco creemos que la otra persona vaya a hacerlo con nosotros. Así pues,
en la siguiente disputa que nos encontremos tendremos una expectativa negativa
acerca del resultado y directamente nos pondremos a la defensiva.
La
vía para salir de este bucle es partir de cero y creer que los cambios se
pueden producir y que éstos son positivos. Una buena manera es dar tiempo y
hacer uso de la paciencia que a menudo olvidamos cultivar. Conceder la
oportunidad de mantener un patrón de comunicación diferente será beneficioso
para todas las partes en conflicto.
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