Nuestra
sociedad actual se caracteriza, entre otras cosas, por la
sobreinformación. Podemos acceder a cualquier dato en cualquier momento y
por eso conocemos lugares, costumbres, culturas, etc. de lo más
variopintas. El conocimiento se retroalimenta con más conocimiento y
nuestras ansias de saber más crecen cada día.
Nos
gusta soñar y nos gusta evadirnos del presente a otros momentos que nos
dicen que vamos a disfrutar mucho más. Esto hace que nos cueste
centrarnos en el día a día porque constantemente estamos proyectando
nuevos planes. Nuestra mente vive en un momento que no ha llegado aún en
un intento de escapar de la rutina.
Además,
unido a la sobreinformación, se encuentra la sobreestimulación que nos
rodea. Constantemente surgen nuevos productos que prometen ser una
revolución y que, si nos los perdemos, quedaremos atrás o nos perderemos
lo mejor de los últimos tiempos. Así, entramos en una dinámica de
querer probarlo todo y de sacrificarnos para comprarnos lo más nuevo y
poder presumir de lo que vivimos y lo que experimentamos o cómo se decía
antes “poder contárselo a nuestros nietos”.
El Carpe Diem o vivir el momento presente se ha convertido en una obsesión |
Creemos
que nuestra satisfacción personal depende de la cantidad de cosas que
hagamos o que probemos y que eso también nos convertirá en mejores
personas por acumular la mayor cantidad de experiencias posibles al cabo
de nuestra vida. Sin embargo, se trata de una verdad a medias.
La
experiencia nos hace aprender siempre que sepamos hacerlo, siempre que
seamos conscientes de lo que estamos viviendo y reflexionemos sobre
ello. Podemos estar físicamente en un momento dado, actuar, ver y sentir
y, a la vez, nuestros pensamientos pueden estar estancados en otras
alternativas que no pudimos elegir. Es necesario que haya un proceso de
aprendizaje para asimilar lo que queremos que perdure como experiencia
si no, será un acto semejante a mirar por la ventana.
El Carpe Diem
se ha convertido en una obsesión y vivir el momento presente se ha
transformado en tener prisa por vivir. Pensamos que con lo que hacemos a
diario estamos perdiendo el tiempo o que tendríamos que hacer algo más
productivo con nuestra vida. Y a la vez, nos agobiamos porque nos damos
cuenta de que no tenemos suficiente tiempo para hacer todo lo que
queremos.
Eso
nos sumerge en un estado de ansiedad que no nos permite disfrutar de
forma plena por no ser capaces de deshacernos de las otras alternativas.
Nos cuesta elegir y tratamos de evitarlo y, con ello, lo que
conseguimos es que la ansiedad se afiance. Nos autoconvencemos de que
seremos capaces de conseguir llevar a cabo todo lo que pretendemos y es
entonces cuando nuestra cabeza deja de centrarse en el presente para
comenzar a pensar en el futuro.
Debemos
aprender a establecer prioridades y saber qué es lo que nos interesa de
verdad para poder elegir adecuadamente. Realizar actividades o probar
nuevas sensaciones que ya no recordaremos al día siguiente por estar
demasiado ocupados en lo siguiente que va a venir nos va a crear una
sensación de insatisfacción continua que derivará en una ansiedad
generalizada. No nos la podremos quitar de encima a menos que
reconectemos con el momento presente y comencemos a tomar decisiones.
Y tomar decisiones, siempre conlleva renunciar a algo.
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