Lo
normal es aquello que no se sale de la norma. Todos podemos hacer un
juicio sobre lo normal o anormal de cualquier aspecto de la vida. Sin
embargo, si tuviéramos que explicar cuáles son los cánones que nos
llevan a decidir sobre la normalidad o la anormalidad no lo tendríamos
tan claro.
Consideramos
que aquello que la mayoría de las personas considera que no es
excéntrico y que es algo razonable ya es normal y, por ende, lo
contrario es anormal. No obstante, tenemos ya mucha experiencia a lo
largo de la historia de acontecimientos que la mayoría de las personas
aceptó o, incluso, apoyó y no son tan ejemplares. Véase el ejemplo del
régimen nazi o cualquiera de los fanatismos religiosos.
Si
consideramos que la normalidad y la anormalidad son las mismas caras de
la misma moneda suponemos que si se da una de las dos, la otra se
descarta porque ya no es posible. Si aceptamos lo normal, rechazamos lo
anormal.
Pero,
¿quién decide qué es lo que debemos aprobar y qué debemos suprimir o,
incluso, castigar? Y, ¿por qué no pueden convivir los dos términos? De
hecho, establecemos uno por comparación con el otro, con lo que si lo
anormal no existe lo normal tampoco.
Adoptamos
el rango de normalidad por comodidad para ahorrar tiempo a la hora de
decidir y no tener que hacer reflexiones demasiado profundas en nuestra
vida cotidiana. Pero caemos en el error de seguir guiándonos por el
mismo heurístico de la normalidad en el resto de nuestra vida, tanto
para lo banal como para decisiones importantes que pueden marcar nuestro
futuro.
Consideramos
que no podemos apartarnos del camino que sigue toda la población porque
a los demás les va bien y no queremos tener problemas. Nos gustaría
tener una vida fácil y ser capaces de resolver los problemas puntuales
que nos van surgiendo, sin buscar complicaciones superfluas.
Además,
así nos olvidamos de tener que dar explicaciones y justificar nuestro
comportamiento en todo momento. Tenemos la aceptación social ganada de
antemano y no nos vemos obligados a vivir permanentemente en lucha por
nuestros derechos.
Suponemos,
que si nos alejamos de la vida difícil, nos ahorraremos muchos
disgustos. Pero lo que no pensamos es si realmente seremos felices.
Tanto nos esforzamos por tener una vida prototipo y supuestamente fácil que esta lucha incesante nos puede causar una gran infelicidad.
Vivir
constantemente para ajustarnos a lo que se nos exige sin darnos la
libertad de plantearnos otras opciones de costumbres, de pensamiento, de
trabajo, de filosofía vital, etc. hace que lleguemos a sentir un gran
malestar con nosotros mismos. El miedo al rechazo hace que abandonemos
ideas alternativas que nos gustarían más pero que tildamos de imposibles
o alocadas.
Así
que nos podemos encontrar entre la espada y la pared. Estaremos ante la
disyuntiva de elegir un planteamiento que nos guste pero que suponga un
rechazo por parte de nuestro entorno o, bien, adoptar una vida normal y
llena de insatisfacción que nos haga sentirnos anormales dentro de los
cánones imperantes. Hagamos lo que hagamos nos encontraremos en una
situación que conllevará riesgos para nuestra propia tranquilidad porque todo tiene sus ventajas y sus desventajas y, cada decisión, supone una renuncia a la parte fácil de las otras opciones.
De
cualquiera de las dos maneras nos encontraremos con la obligación de
elegir y no podremos librarnos de desafiar la normalidad y la aceptación
o renunciar a nuestro bienestar. Por eso, ante lo inevitable de la
lucha por el respeto de nuestras propias decisiones nos aportará más
satisfacción elegir libremente aquello que más nos guste. No olvidemos
que somos nosotros quienes vamos a vivir nuestra propia vida de
principio a fin y quienes nos rodean son sólo meros espectadores que
juzgan lo que ven pero no pueden sentir nuestras experiencias.
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