Llegan
los últimos días del año y nos sentimos cansados, como al final de una
larga carrera que estamos a punto de terminar. Tenemos acumulado estrés y
las preocupaciones de todo el año y, también, tenemos muchos propósitos
que estamos deseando poner en marcha pero que vamos posponiendo
pensando que con el comienzo del año tendremos más fuerzas.
Experimentamos
sentimientos contradictorios, por un lado nos sentimos agobiados porque
hay muchas cosas que tenemos que hacer en esta última parte del año
pero, también, nos sentimos esperanzados porque creemos que algo bueno
nos depara el futuro. Por muy abatidos que nos encontremos un rayo de
esperanza nos alcanza al pensar en el cambio de año.
Es
muy común, no obstante, sentir ansiedad que se corresponde con una
especie de cuenta atrás. En estas fechas surgen muchos compromisos y
tenemos que hacer un hueco para compras y preparativos, además de
nuestras responsabilidades diarias como el trabajo, la familia, la casa,
etc.
Para
que no se nos eche el tiempo encima y seamos capaces de tener unas
fechas tranquilas, tanto con nosotros mismos como con quienes nos
rodean, lo mejor es planificarse. La gran mayoría de las ocasiones
nuestro estrés se forma porque las preocupaciones se amontonan y
pensamos en ellas como una suma enrevesada de problemas que crece como
una bola de nieve.
Lo
primero, es separar las tareas y las responsabilidades de una en una
para tener una visión más objetiva. Para ello, empezaremos por hacer un
listado de todo lo que tenemos que hacer diferenciando lo que nos falta y
lo que ya tenemos. De esta manera descartaremos unas cuantas
preocupaciones que ocupan sitio en nuestra cabeza pero, en realidad, no
tienen por qué agobiarnos.
A
continuación, debemos establecer un orden de prioridad en las tareas,
encargos, citas, etc. que nos quedan por organizar. Por lo general, lo
más prioritario suele ser lo que es más próximo en el tiempo y, en
condiciones de igualdad de fecha, nos decantaremos por la importancia de
la tarea o del ámbito de nuestra vida a la que afecta o por la
dificultad y la rapidez con la que se puede solventar.
Y,
por último, distinguiremos lo que nosotros podemos controlar de lo que
no. Algunas cosas no se pueden modificar porque es cuestión de que pase
el tiempo y llegue un determinado momento. En otras ocasiones sí podemos
intervenir en la situación y tomar decisiones al respecto.
En
los casos en los que no podemos controlar la situación se generan
preocupaciones relacionadas con la incertidumbre. El hecho de no poder
cambiar el rumbo de los acontecimientos si no es por el paso del tiempo
hace que no veamos un resultado claro hasta que no llegue ese momento.
Hasta que ocurre pasamos mucho tiempo fantaseando cómo será o qué
tendremos que hacer cuando llegue. Pero, al imaginar, también nos crea
impaciencia por el hecho de no saber si será como nos lo imaginamos o si
será mejor o peor. La incertidumbre es lo que nos llega a angustiar
porque tenemos miedo de que las cosas no salgan como esperamos y
comenzamos a imaginar un desenlace negativo. Por ejemplo, ante una cena
familiar. Podemos tenerlo todo preparado pero hasta que no llegue el
momento no vamos a saber cómo resultará. Una de las preocupaciones es
que todos estén a gusto y disfruten de la comida y de la compañía. En
cambio, esas mismas preocupaciones, a veces, nos llevan a imaginar que
no les va a gustar la comida, que se van a quejar, que comenzarán a
discutir, que puede resultar un desastre, etc. Según hasta dónde dejemos
volar nuestra imaginación así de catastrófico puede ser el evento.
Por
tanto, para sobrevivir a las fiestas de navidad lo mejor que podemos
hacer es preparar y planificar con antelación aquello que está en
nuestra mano y, el resto, dejarlo de lado. Todos esos elementos que nos
agobian y no podemos controlar son parte de la incertidumbre y pueden
llegar a ocupar la mayor parte de nuestras preocupaciones, miedos y
ansiedades. Si prescindimos de ello podemos centrarnos en disfrutar y
pensar con más claridad para enfrentarnos a posibles imprevistos.
¡FELICES FIESTAS!
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