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miércoles, 30 de octubre de 2013

Derechos Humanos, perdón y otras “nimiedades”.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos se firmó en 1948 en París. Son treinta artículos que recogen una serie de orientaciones para facilitar la convivencia entre todas las personas a nivel mundial. Es cierto que no son leyes sino que son orientaciones que los países firmantes deben cumplir pero, también, es cierto que se firmaron para contribuir a la creación de un mundo mejor para todos.
A pesar de que tengamos la sensación de que las cosas nos van tan mal últimamente si echamos un vistazo hacia atrás nos daremos cuenta de que alguna mejoría sí que ha habido. Tan sólo con comparar las grandes atrocidades que se cometieron, especialmente, a principios y mediados del siglo XX con lo que actualmente estamos viviendo ya podemos marcar una gran diferencia.
No vivimos en el paraíso pero, al menos, podemos considerarnos personas más racionales que algunas de las que vivieron entonces. Durante todo este tiempo hemos comprendido que la vida de los hombres y de las mujeres vale lo mismo y seguimos luchando por ello. Y también, somos capaces de convivir en nuestras ciudades con personas de distintas razas, a pesar de ciertas corrientes que, a veces, aparecen para echar la culpa de nuestros males al más débil.
Lo que viene a proclamar la Declaración Universal de los Derechos Humanos es que todas las personas somos iguales. Que podemos defender nuestros derechos pero también tenemos la responsabilidad de respetar los de los demás. Y es aquí donde se produce la discordia. “¿Qué pasa cuando los demás no respetan nuestros derechos y los pisotean?”, “Deberían pagar por ello en la misma medida para que aprendan”, “No se pueden ir de rositas”.
derechos humanos
Los derechos humanos son orientaciones que nos llevan a un mejor entendimiento entre todas las personas del mundo
Estas afirmaciones las estamos haciendo con nuestro lado del miedo (sobre todo, a que nos pueda pasar a nosotros), del dolor y de las emociones más fuertes y negativas que tenemos. Cosa que es totalmente comprensible. Por un lado, nuestra idea de vivir en un mundo justo se fue al garete cuando violaron nuestros Derechos Humanos. Y, por otro lado, siempre nos han ensañado que hay que reparar lo que se rompe o aprender a hacer bien lo que se hizo mal.
Esto no es malo en absoluto. Lo que sí es peligroso es actuar por impulsos que derivan de nuestras emociones. Seguro que todos hemos comprobado que cuando estamos enfadados fallamos más y parece que todo sale peor. No pensamos con claridad y cada vez que tropezamos nos enfadamos aún más.
Eso mismo ocurre a escala global cuando exigimos que se pague con la misma moneda o algo que suponga un castigo de la intensidad más aproximada posible para que aprendan. Nadie va a aprender y lo único que se va a conseguir es que se entre en una espiral de actos que generan más emociones negativas, como el rencor y el odio, que, a su vez, exigirán por la otra parte lo mismo. Y así nos quedaríamos enganchados en una espiral infinita y cada vez peor.
“Entonces todos podremos hacer lo que nos dé la gana porque nadie nos va a decir nada”. Es necesario intentar reparar todo lo que se ha estropeado pero debemos asumir que lo que se ha perdido ya no se puede recuperar y que lo que se rompe ya no vuelve a quedar igual que estaba. Pero hacer lo mismo al culpable no va a hacer que volvamos a nuestro punto de inicio, es más, nos creará la sensación de que no es suficiente. Y nunca va a ser suficiente porque no perdonamos.
Pero para perdonar es necesario reparar. Es decir, que si alguien violó nuestros derechos nos tendría que pedir perdón de una manera directa, seria y convincente. Que se nos dé la oportunidad de escuchar las razones que tuvo y que nosotros podamos expresar ese sufrimiento que nos produjo y las consecuencias que se han derivado posteriormente.
Si creemos que estamos en posición o derecho de aplicar eso que llamamos justicia y queremos enseñar algo primero tendremos que dar ejemplo. Y el ejemplo no es repetir lo mismo que nos hicieron sino actuar de acuerdo con esa armonía que buscamos y que llamamos paz, respeto, igualdad, etc.
Sólo de esta manera podremos retomar el concepto de ser humano, tener una visión objetiva del mundo que nos rodea y aceptaremos que ese mundo no es justo por mucho que nos aferremos a esta creencia (aunque podemos dar pasos en esa dirección). Y así, es como frenaremos la constante violación de Derechos Humanos y las escaladas de violencia entre países, culturas, pueblos, familias y personas.

martes, 25 de junio de 2013

El Apego



El apego es un vínculo afectivo muy intenso que se establece entre dos personas. Este vínculo es único y permanece aunque estas personas se encuentren en la distancia. Lo que tiene de especial este lazo es que la figura de apego constituye la base emocional del otro, es el refugio ante situaciones de temor, tristeza o angustia y quien aporta consuelo y estabilidad emocional.
La primera relación de apego se crea en la infancia, desde que nacemos. Dependemos por completo de otra persona que nos cuida y nos protege. Nuestros padres se esfuerzan para que todas nuestras necesidades estén cubiertas y así podemos estar tranquilos.
Alrededor de los dos años, al comenzar a adquirir independencia, es cuando esta relación se consolida. Comenzamos a desplazarnos y explorar aquello que nos crea curiosidad y dependiendo del tipo de apego que se haya construido seremos más decididos o más temerosos a la hora de separarnos de nuestra figura de apego. El que el vínculo sea más o menos fuerte depende de la seguridad que nos aporten nuestros progenitores o nuestros cuidadores. Si podemos alejarnos de ellos sin miedo a que éstos desaparezcan el vínculo será seguro. En cambio, si no nos atrevemos a separarnos de estas figuras para explorar “más allá de donde nos alcanza la vista”, quizá, es porque el vínculo que se ha construido en algún momento no ha cubierto todas nuestras necesidades fisiológicas, sociales o emocionales (o nosotros lo hemos percibido así en algún momento) y temeremos perderlo.
Posteriormente, cuando somos adultos, ese vínculo de apego lo establecemos con nuestra pareja. Es en ella en quien depositamos nuestras preocupaciones, nuestros anhelos, nuestras ilusiones, nuestros sentimientos más profundos y quien nos aporta seguridad, estabilidad y bienestar. El sentimiento que nos produce es que aunque todo vaya mal siempre tenemos un lugar en el que resguardarnos.
Según el tipo de apego que hayamos construido durante la infancia así lo estableceremos con otras personas a lo largo de la vida. Si nos sentimos inseguros necesitaremos constantemente que esa figura de apego esté con nosotros de manera fehaciente y, ante la mínima separación, nos pondremos tristes, nos sentiremos dependientes y tendremos una profunda sensación de abandono.
Puede darse el caso, también, de que si hemos desarrollado ese apego inseguro nos cueste mucho, en el futuro, crear estos vínculos porque nos da mucho miedo perderlos. Evitaremos, así, todo compromiso y relación afectiva. Ante esta situación nos resultará muy difícil establecer verdaderos lazos con otras personas por el miedo a sufrir. Construiremos un caparazón que nos impide sentir emociones plenamente y nos costará fiarnos de otras personas. Esto, a su vez, dificultará mucho el acercamiento por parte de quienes están realmente interesados en establecer un vínculo afectivo con nosotros.
Casi la totalidad de las veces las relaciones de apego inseguro están detrás de problemas de celos, dependencia y codependencia, inseguridad, desconfianza, inestabilidad, problemas de comunicación, problemas afectivos y, llegando a casos más graves y extremos, de los malos tratos físicos y psicológicos.
En cambio, una persona que muestra un apego seguro, se sentirá segura de sí misma y no necesitará la aprobación ni el apoyo constante de esta figura protectora. Se valorará por sí misma y será capaz de mantener una vida propia, manteniendo y respetando un espacio vital “sano” entre ambos miembros de la pareja y sabiendo, en todo momento, que su figura de apego estará ahí incondicionalmente a pesar de la distancia y de las dificultades.

jueves, 13 de junio de 2013

La agresividad



La agresividad va ligada al instinto de supervivencia. Se trata de una serie de conductas impulsivas que aparecen ante una amenaza real o imaginaria. Por lo general, la agresividad es más intensa en el sexo masculino por cuestiones físicas y evolutivas. Desde la prehistoria y, debido a su supremacía física, el hombre es quien ha defendido al grupo para que las mujeres pudiesen criar a sus hijos y asegurar así la supervivencia de la especie.
Cuando el hombre domesticó a algunos animales y logró construir armas y refugios dejó de estar indefenso ante los depredadores, que eran la principal amenaza. Pero la agresividad seguía formando parte del ser humano y el objetivo ya no fue defenderse de los animales sino de los propios congéneres.
A lo largo de la historia se han sucedido las luchas entre clanes y las guerras entre pueblos o países. La forma de solucionar los conflictos individuales han sido las peleas y/o los duelos y las guerras a gran escala. Sin embargo, la historia ha demostrado que no ganaba el más fuerte sino que los mejores guerreros fueron los que utilizaban estrategias muy elaboradas como en el caso de los griegos o los romanos.
En la actualidad, ya no tenemos amenazas que afecten directamente a nuestra supervivencia y eso nos ha ayudado a desarrollar otra mentalidad más altruista. Sin embargo, y a pesar de que está comprobado que ya no resulta efectivo, aún seguimos usando la agresividad y la lucha para resolver conflictos. Los países que realmente están en conflicto tienen su origen en las diferencias de etnia, religión, cultura, etc. y su comportamiento estaría ligado al instinto de supervivencia. En cambio, el resto de países, los que inventan las guerras en territorios ajenos, tienen otros objetivos que enmascaran bajo el telón de la agresividad para demostrar su hegemonía. Pero nada más lejos de la realidad, la inteligencia que subyace a estos planes es lo que les da la verdadera superioridad. Casualmente, estos conflictos inventados se generan en lugares desprotegidos en los que la lucha por la supervivencia aún está muy marcada y los valores culturales se apoyan en una moral no demasiado desarrollada. De esta manera, sin darnos cuenta, todos justificamos las intervenciones militares.
Fue el psicólogo Lawrence Kohlberg quien planteó que los humanos pasábamos por varias etapas en nuestro desarrollo moral. Estas etapas partían de una moral incipiente en el que se juzga a los buenos y a los malos en función de la obediencia y el ojo por ojo, pasando por la conveniencia de dar buena imagen y ajustarse a las normas sociales hasta llegar al nivel más desarrollado en el que se cuestionan esas normas sociales para acercarse a valores universales como los planteados en los derechos humanos.
El altruismo y la cooperación son la alternativa más eficaz para resolver los conflictos y revelan un estadio de desarrollo moral mucho más avanzado. No se pone en riesgo la integridad y ayuda a optimizar los recursos económicos y humanos sin necesidad de buscar la restauración del orgullo perdido, la venganza ni el rencor.
La agresividad refuerza el resentimiento y forma una espiral en la que la violencia va subiendo de intensidad hasta entrar en un círculo difícil de romper. Lejos de resolver ningún conflicto estos se acrecientan.
El hecho de buscar una solución conjunta y colaborativa que beneficie a todas las partes al máximo posible contribuye a crecer como personas, a superar retos y a sentirnos más seguras y satisfechas y, consecuentemente, hablando en términos evolutivos, protege y perpetúa la especie.