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martes, 23 de abril de 2013

¿Por qué algunas personas no quieren "curarse"?



¿Quién es el que decide que estamos enfermos o que tenemos un problema?
Normalmente esperamos a que nos hagan un diagnóstico y nos digan qué es lo que nos pasa y lo que tenemos que hacer para superarlo. Pero para que alguien especializado nos diga esto primero somos nosotros los que decidimos que no nos encontramos bien. A veces, son los familiares o amigos quienes nos obligan (literal o metafóricamente hablando) a consultar un especialista. En este caso, lo que ocurre es que la mayoría de las veces no sirve de nada porque estamos convencidos de que no nos ocurre nada y no tomamos ninguna medida.
La primera persona que decide que no está bien somos nosotros mismos. Es posible que quienes están a nuestro alrededor se den cuenta de que algo falla pero mientras no nos demos cuenta o tomemos conciencia de la situación no haremos nada. Lo vemos como tomarse una aspirina sin que nos duela la cabeza. Normalmente nadie lo hace. Pensemos en el hábito de fumar. Si el fumador no se da cuenta de que tiene un problema no tomará ninguna medida porque no considera que tenga que cambiar nada en su vida. Todo está bien tal y como está.
Hay otra cuestión para no querer “curarse”. Es el coste que tienen los cambios o los cuidados en relación al beneficio que se percibe. Por ejemplo, los fumadores diagnosticados de cáncer de pulmón, garganta, etc. Muchas personas, sobre todo mayores, se niegan a abandonar el hábito porque no creen que les suponga ningún beneficio. Prefieren morir con su cáncer y fumando. Suponen que iniciar el proceso de dejar de fumar les va a resultar muy duro y conllevará grandes dosis de sufrimiento. Además, eso no les asegura una recuperación y, aunque así sea, creen que aunque se recuperen lo van a seguir pasando muy mal. En algunas ocasiones, cuando la persona es muy mayor cree que de todos modos no va a vivir tanto como para amortizar el esfuerzo y el sufrimiento que esto le ha supuesto. Lo único que se podría hacer al respecto es motivar a estas personas haciéndoles ver que los beneficios son mucho mayores que los esfuerzos o la pérdida. Todo ello sin presionar y de forma que sea la propia persona la que se convenza.
Aún queda otra cuestión. ¿Qué ocurre cuando la persona lo está pasando muy mal, es consciente de que tiene un problema y toma las medidas necesarias para mejorar pero no se vislumbra ningún avance? Parece como si la persona estuviera atascada. Habría que revisar todo el tratamiento o las medidas que se están tomando. Si todo es correcto es posible que sea la propia persona quien impide la mejora. Puede que se esté dando lo que se denomina “ganancia secundaria de la enfermedad”. Por lo general, esto se hace inconscientemente y la persona aunque cree que hace todo lo posible por mejorar, en realidad, no es así. Indagando un poco nos daremos cuenta de que no se compromete lo suficiente porque se olvida o tiene dudas porque cree que no lo entiende, pone excusas, etc. La explicación podría ser la misma, el balance de costes y beneficios pero de otra forma. En este caso los beneficios se están consiguiendo durante la enfermedad o el problema que le afecta. Por supuesto, le gustaría estar bien pero sabe que perderá algunas ventajas cuando mejore. Los aspectos positivos del rol de enfermo superan a las incomodidades. La atención que se le presta, los cuidados y el cariño que recibe, las comodidades que tiene, las responsabilidades de las que se le exime, incluso, los beneficios económicos. Una persona que siempre ha dependido de alguien para realizar sus actividades cotidianas y de repente ve que puede hacerlo sola siente que corre el riesgo de quedarse sin compañía y de que sus necesidades afectivas ya no se cubran. Existen dos polos opuestos; el lado positivo de que todo el mundo visite al que está convaleciente y el otro lado de la moneda cuando se queda solo porque ya está bien.
Esto no suele ser real porque las necesidades van cambiando y, según nuestras capacidades, buscaremos los aspectos positivos que llenan nuestra vida para adaptarnos a la nueva situación. Esto es lo que falla en quienes manifiestan esa ganancia secundaria. No son capaces de adaptarse a las nuevas situaciones y creen que el futuro será muy negativo y sin ninguna recompensa.
Subyace a esto una baja autoestima y una necesidad de afecto que se demanda de forma perjudicial porque se consolida una dinámica en la que la única “valía” de la persona es estar enferma. Desde la otra parte, lo mejor que podemos hacer es esforzarnos por valorar las mejoras y fomentar el esfuerzo y la lucha por salir del problema y valerse por uno mismo.

martes, 15 de enero de 2013

¿Por qué nos gustan tanto las rebajas?



Se vaticina que con la crisis las rebajas no van a tener tanto éxito y que el consumo va a descender. Pero como cada año por estas fechas, las tiendas (especialmente de ropa) se encuentran llenas de gente por todos lados y para comprar algo hay que esperar una cola inmensa. Es posible que se note un descenso en los ingresos de los comercios pero lo que no es posible es que dejemos de consumir y mucho menos en rebajas. Y es que queramos o no las rebajas nos atraen y no sólo a las mujeres.
Puede que el consumo no sea tan grande en cifras y que muchas personas sólo acudan a las tiendas a mirar a ver qué tipo de chollos pueden cazar y que cuiden mucho más la salud de su cartera. Y puede, también, que las grandes colas antes fueran para comprar un gran número de artículos y ahora sólo nos llevemos uno o dos. Pero la realidad es que si entramos en alguna tienda, aunque sólo sea por curiosidad, antes o después acabaremos llevándonos algo a casa justificando que lo necesitábamos o que llevábamos mucho tiempo buscándolo.
¿Por qué ocurre esto? Lo primero, porque nos encanta tener cosas nuevas, la novedad es algo que atrae inevitablemente al ser humano. Además, cuando se acerca la época normalmente aplazamos las compras diciéndonos: “a estas alturas ya espero hasta las rebajas”. Con ello entramos en un periodo de espera que nos hace ilusionarnos y divagar sobre esa cosa nueva que aún no tenemos. Aunque no tengamos claro lo que queremos el simple hecho de imaginarlo ya nos crea expectativas agradables. Y si tenemos que esperar por algo que queremos cuando llegue el momento lo vamos a disfrutar mucho más.
Lo siguiente, el precio. Suponemos que en rebajas los precios son más bajos y, por lo tanto, creemos que podemos comprar más cosas con la misma cantidad de dinero. Y mejor que estrenar una sola cosa es poder estrenar dos, tres o más. Esto se ve reforzado por las intensas campañas publicitarias con que nos bombardean ofreciendo lo imposible, lo mejor de lo mejor al precio más bajo.
La decepción llega cuando los precios no son tan buenos como esperábamos. Pero seguimos teniendo esa idea formada en el fondo de nuestra mente y creemos firmemente que se pueden encontrar gangas, así que las buscamos. En la lucha contra la decepción por los precios se activa nuestro espíritu de detective y se desencadena una especie de competición con nosotros mismos por encontrar ese típico chollo del que luego podemos presumir delante de nuestros amigos. Puede que no consigamos lo que queríamos en un principio pero a fuerza de buscar encontramos otros artículos que nos parecen aceptables.
Por otro lado, el sólo efecto de comprar ya es una actividad placentera en sí misma. Sea o no tiempo de rebajas, el hecho de entrar en una tienda repleta de cosas nuevas entre las que poder elegir ya nos resulta agradable. Imaginamos que en las tiendas hay objetos para todos, así que suponemos que encontraremos algo que parece que está hecho pensando en nosotros. Y así nos sentimos integrados en la normalidad del mundo, contamos dentro de la sociedad. En realidad, lo que ocurre es que somos nosotros los que nos adaptamos a la variedad que ofrece el mercado y aunque no nos convenza del todo nos termina por gustar porque son las opciones que tenemos.
Mientras buscamos eso que está hecho para nosotros se va creando una tensión en nuestro interior fruto de esa búsqueda. Miramos, tocamos, probamos, nos imaginamos poseedores de ello y cada vez tenemos más ganas de llevarnos lo que hemos elegido. Si tenemos que esperar la cola aparece, otra vez, ese momento de espera que nos impide conseguir el objeto preciado, con lo que se acumula la tensión.
Y finalmente, llega el momento del intercambio: el dinero por el objeto (que nos ha) elegido. Estamos ante la persona que nos cobra, casi siempre, muy amable y atenta y, como somos seres sociales que somos, nos encanta que nos dediquen una sonrisa. La tensión se diluye en la sonrisa del dependiente y por fin nos quedamos con la recompensa que supone el nuevo artículo que hemos adquirido.
Y por si esto no fuera suficiente para tentarnos a acercarnos a las rebajas aún tenemos la guinda del pastel. ¿Cuántas veces hemos tenido la misma conversación acerca de lo que nos hemos comprado en las rebajas? ¿A quién no le han preguntado si ha ido ya o si va a ir? Por no hablar de que para muchos es una actividad de ocio, social o familiar, el “ir de rebajas”.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Vivimos en el Hedonismo pero profesamos el Estoicismo



Los griegos llamaban Hedonismo a una doctrina filosófica centrada en la búsqueda del placer y la supresión del dolor. Mientras que, el Estoicismo, reflejaba una corriente casi opuesta en la que se debía prescindir de lo superfluo y llevar una vida basada en la razón y la moral. En la actualidad, decimos que una persona estoica es alguien que lleva las desgracias con resignación.
Vivimos en una sociedad que impone la búsqueda incesante del Hedonismo. Es decir, nos obliga a la felicidad como única meta válida en la supervivencia de cada uno. Sin embargo, profesamos férreamente el estoicismo y nos regodeamos en él. Ese anhelo de felicidad constante nos hace empecinarnos, día sí y día también, en unas metas que están tan lejos como el horizonte.
El rumbo tácito de la sociedad es hallar la felicidad. Pero al no alcanzarla cada día nos sentimos frustrados e, incluso, apartados del ritmo incansable que ésta nos impone. El no encontrar lo que, se supone, todo el mundo debe alcanzar sin esfuerzo y como algo natural, hace que si nuestros esfuerzos nos son suficientes nos castiguemos por no alcanzar lo “normal” o lo que todos tienen.
Pero, ¿quién es el que nos dice cómo debemos vivir nuestra vida? ¿Qué poder tiene para establecer criterios tan generales para todos nosotros? Bien, pues la sociedad somos nosotros mismos que, con ayuda de la publicidad, hemos creado esta forma de vida tan utópica y paradójica. La función de la publicidad es, precisamente, crear una necesidad que hasta el momento no hemos contemplado como tal. Tener un cuerpo bonito, poder comer todo lo que queramos sin engordar ni enfermar, ser aceptados, queridos y deseados, tener muchos amigos, etc. y todo ello sin una sola gota de esfuerzo. Fríamente, pensamos que eso es imposible pero, realmente, actuamos con estos principios. Creemos que no tenemos un buen trabajo porque no podemos comprarnos el mejor coche o irnos todos los años de viaje a un lugar inolvidable. Nuestra comida no está tan buena como debería y, además, nos engorda al primer capricho que nos damos. La ropa que nos ponemos no nos sienta como un guante y las cremas y productos que nos echamos nos devuelven la misma imagen en el espejo pero un día más envejecida. Y todo esto porque aspiramos a conseguir lo que sabemos que es irreal.
Es por ello, quizá, que al sentirnos tan impotentes ante la situación que vivimos intentamos que nuestros hijos lo tengan todo. Ya que nosotros nos sacrificamos y sufrimos ante las derrotas, ¿por qué no facilitarles a ellos las cosas? Se supone que son niños y no tienen por qué pasarlo mal. Sin darnos cuenta, lo que estamos haciendo es quitarles todos los instrumentos de que disponen para hacer frente a una realidad que tarde o temprano les reportará alguna derrota. Y, ¿qué es lo que ocurrirá cuando lleguen las grandes decepciones de su vida y no tenga ningún escudo protector para defenderse? Lo que estamos empezando a vivir en estos momentos es una muestra de esta situación. Personas muy agresivas que deben conseguir lo que sea a toda costa, incluso, con la violencia. O bien, personas que se amilanan ante las adversidades, se vienen abajo y no luchan porque es “demasiado difícil” alcanzar lo que uno se propone y es mejor no intentarlo para no llevarse el disgusto.
Por otro lado, si todo es de color rosa en nuestra vida, ¿cómo sabremos disfrutarlo? Si siempre nos sale todo bien eso será lo normal pero no nos aportará ninguna satisfacción por eso mismo, porque es normal. Para saber lo que es la alegría o la felicidad debemos experimentar y conocer qué es la tristeza y la desazón. Comprobando que todo tiene su contrario podemos establecer la comparación y apreciar mejor cuándo nos sentimos bien. No se trata de pasar penurias para sentirnos felices sino que consiste en no tener miedo a enfrentarnos a lo difícil y a lo que no nos asegura el éxito.
En muchas ocasiones, cuando no triunfamos, también nos sentimos bien al valorar todo nuestro esfuerzo. Se trata de arriesgarnos a perder y poner toda la energía en conseguir el éxito no seguro. Sólo aprendiendo a vivir en el Estoicismo, visto como esfuerzo, perseverancia y trabajo duro para lograr nuestros sueños, conseguiremos alcanzar el Hedonismo pues nos sentiremos satisfechos, no con el resultado, sino con nuestro desempeño.