martes, 25 de octubre de 2011

Olfato emocional


El sentido del olfato es el sentido maldito. Lo hemos apartado de nuestras vidas sin saber la importancia que realmente merece. Actuamos como censores y todo lo que, a nuestro juicio, no huela bien debe ser eliminado. Pero, ¿quién decide qué es lo que huele bien o no?
El olor no es más que partículas y sustancias químicas que captamos a través de los receptores de nuestra nariz. De ahí, la información pasa al cerebro donde la valoramos e interpretamos.
Asimilamos el mal olor con aquello que nos resulta desagradable y nos hace poner cara de asco. En realidad, esto tiene que ver con un mecanismo de alerta. Habitualmente, cuando los alimentos huelen mal es porque están estropeados. Visualmente puede que conserven un buen aspecto pero el olor los delata y si no, pensemos en los huevos podridos. Viéndolo así, quizá no resulte tan inútil este sentido.
Existen otros olores que juzgamos como buenos o malos según lo establecido culturalmente. Por ejemplo, siempre nos perfumamos y nos aplicamos desodorante para oler bien porque, supuestamente, el olor corporal no está bien visto. Sin embargo, esto es lo que nos identifica y distingue a cada uno de nosotros. Es algo imposible de esconder o de eliminar porque forma parte de nuestra composición. De lo contrario, seríamos como Jean-Baptiste Grenouille, protagonista de “El perfume”.
Una cosa es que no nos duchemos en unos cuantos días (donde el olor toma otros tintes) y otra es el olor corporal de cada uno. Aunque no nos demos cuenta, incluso recién salidos de la ducha, desprendemos nuestras sustancias químicas propias que son las feromonas. Estas sustancias en los humanos afectan, principalmente, a los mecanismos fisiológicos como, por ejemplo, en el curioso hecho de que mujeres que trabajan o viven juntas acaban sincronizando su ciclo menstrual.
Para otras especies el sentido del olfato es muy importante porque funciona también como medio de comunicación. Interviene en conductas de agresión (marcar el territorio), sexuales (saber cuándo una hembra está en celo), etc. Nosotros poseemos otros mecanismos de comunicación bastante más complejos y no dependemos excesivamente de nuestras sustancias químicas para relacionarnos. ¿O sí?
A pesar de que para los humanos el olfato no sea un canal de comunicación esencial no significa que no esté desarrollado. Somos capaces de distinguir multitud de olores diferentes y entre múltiples intensidades y matices. El problema es que no sabemos identificarlos. Aquí es donde entra en funcionamiento el complemento de este sentido: la memoria. Desde que nacemos percibimos olores que se van almacenando en ella. A medida que vamos creciendo somos capaces de reconocer y poner nombre a muchos olores en cuanto los percibimos. Si nunca hemos estado en contacto con un olor no somos capaces de nombrarlo pero lo almacenamos en la memoria. En cuanto volvemos a entrar en contacto con esa misma sustancia, nuestros recuerdos se activan y somos capaces de distinguirla entre otras múltiples sustancias.
No sólo percibimos un olor a la vez. Cada uno de los que reconocemos está compuesto por multitud de partículas diferentes que, si fuéramos expertos, seríamos capaces de descomponer para nombrarlos uno a uno. Sabemos cómo huele nuestro perfume pero no sabríamos decir cuáles son cada una de las sustancias de las que está compuesta. Y si reconocemos un perfume familiar en otro lugar no sabremos nombrarlo más que por el nombre del producto o de la persona que lo lleva.
Esa es la característica más curiosa de este sentido. El hecho de que intervenga la memoria hace que sea un sentido emocional. Al recordar los olores los asociamos a situaciones vividas y todo el conjunto del recuerdo nos causará una emoción. Si nos transmite sensaciones positivas será porque lo asociamos a algo bueno. Probablemente, las flores nos gustan porque son bonitas pero sobre todo porque huelen bien y eso nos recuerda a la primavera y al buen tiempo. Si nos recuerda a situaciones negativas o sucesos desagradables no nos gustará y calificaremos el olor como malo. Por ejemplo, muchas personas no pueden soportar el olor de los hospitales porque les recuerda a situaciones donde lo pasaron realmente mal.
Es posible que con el olor corporal hagamos lo mismo. Si nos gusta nos llevará a acercarnos a una persona y si no nos alejará. Curiosamente también podemos recordar cómo huele algo o alguien sin necesidad de percibirlo en ese mismo momento.
Por lo general, le damos mucha importancia a nuestras emociones pero no hacemos lo mismo con el olfato. Si nos paramos a analizar lo que nos transmiten los olores nos sorprenderemos de la gran cantidad de detalles que somos capaces de recordar. Mantendremos activa la memoria y nos pondremos en contacto con muchos recuerdos y emociones que quizá creíamos que habíamos olvidado.

domingo, 9 de octubre de 2011

La necesidad del cambio


Al escuchar dejamos de ser lo que éramos. ¡Qué tontería! Si cuando escucho algo sigo siendo la misma persona, no me he convertido en nada raro. ¿De verdad seguimos siendo el mismo que escasos segundos antes? ¿Acaso no reflexionamos sobre lo que acabamos de escuchar? ¿Ni siquiera nos planteamos si es verdad o mentira? Aquello que no conocemos no nos duele ni nos crea ninguna opinión. En cambio, lo que conocemos nos enriquece y nos complementa, ya sea para contárselo a nuestros amigos como una mera anécdota ya sea para llevarnos un desengaño y perder la ingenuidad.
Javier Marías dijo de una forma bonita que las palabras hacen que nuestras conexiones neuronales se modifiquen. Pero no sólo al escuchar, también cuando hablamos, miramos, tocamos o, en una palabra, sentimos. Y es la interacción con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea la causante de los cambios que sufrimos. Digo sufrimos de manera intencionada porque ¿quién no sufre con los cambios? A todos nos cuestan y perturban en mayor o menor grado; ya sea al principio, durante o al final del proceso. La manera en que nos afectan tiene que ver con nuestra propia percepción y, ésta, determina nuestra historia personal. La interpretación que hacemos nos ayuda a que el resultado sea satisfactorio o nos tenga dando vueltas alrededor del mismo tema y alargando esa experiencia de cambio. Curiosamente, quienes menos toleran los cambios son aquellos que más alargan este proceso. Ése es uno de los motivos por los que las situaciones de transición se vuelven tan desagradables para las personas. Alargar una experiencia desagradable hace que se convierta en más desagradable aún. A su vez, esto hace que la próxima vez que nos tengamos que enfrentar a una situación parecida la percibamos también como algo negativo. Como consecuencia, la tendencia en el futuro será evitar todo lo que nos pueda perturbar. El resultado final de esta actitud es el estancamiento y el empobrecimiento personal.
Por el contrario, aquellas personas a las que les gustan los cambios están constantemente buscando ocasiones para hacer cosas nuevas. Las expectativas son totalmente distintas y se adaptan en seguida a las nuevas condiciones. No quiere decir que no les suponga un coste pero a la larga este coste se ve más que compensado.
Es cierto que un cambio supone dejar de ser como somos puesto que para adaptarnos a algo nuevo necesitamos dejar de lado otras cosas. Con el tiempo, nos vamos cargando de recuerdos y acontecimientos que pesan en la memoria y, sobre todo, en el alma. El material que vamos acumulando puede convertirse en un lastre que nos impide avanzar o, por el contrario, puede transformarse en la energía que nos ayude a seguir nuestro camino en la vida. La decisión es nuestra.
Los seres humanos somos como un puzzle. La gran ventaja que tenemos es que nuestras piezas son flexibles y moldeables. Constantemente estamos construyendo nuestra figura particular. Como es normal, las piezas se van gastando y se van deformando por el uso y el paso del tiempo. Por eso, para seguir encajando todas las piezas que nos llegan lo que hacemos es arreglar y pulir las que aún son recuperables y sustituir las que ya son irreconocibles. ¿Por qué resulta tan obvio de esta forma y en nuestra vida cotidiana no nos damos cuenta? La respuesta es muy sencilla. Porque también intercambiamos piezas con los demás. Sin querer vamos acoplando nuestros fragmentos de la manera que nos han enseñado o hemos aprendido. Si en un determinado momento cambiamos nuestro diseño original corremos el riesgo de que quien está a nuestro alrededor no nos reconozca o, incluso, ¡ni nosotros mismos! No tiene por qué llegar a ocurrir realmente sino que sólo con imaginarlo ya nos entran escalofríos. La inseguridad nos juega malas pasadas. Somos tan dependientes de nuestro alrededor que tenemos miedo de perder lo que tanto nos ha costado conseguir: la aceptación de los otros. De repente, creemos que todo el esfuerzo no sirve de nada y mejor hubiera sido quedarnos como estábamos. ¿No será que son los demás quienes no valoran nuestro esfuerzo o se sienten amenazados o temen perdernos a nosotros pero preferimos pensar que es culpa nuestra? Esto es uno de los mayores frenos de todo ser humano, la necesidad de aceptación y el miedo a perder el cariño de los que nos rodean. No nos damos cuenta de que quienes están a nuestro lado cambian con nosotros. Lo aceptamos porque, queramos o no, es inevitable y nadie nos va a preguntar si estamos de acuerdo. ¿Acaso podemos estar de acuerdo con el envejecimiento de la piel o con la aparición de las arrugas? Pues con las neuronas ocurre lo mismo. El tiempo nos va cambiando y moldeando por dentro y por fuera. Lo que vivimos hace mella en nuestra persona. Afortunadamente, gracias a la experiencia y a los cambios que la acompañan aprendemos a vivir mejor y más felices.