miércoles, 25 de septiembre de 2013

¿Por qué son tan adictivos los videojuegos?

Una gran mayoría de nosotros ha jugado alguna vez a los videojuegos. Y por estos entiendo todos los juegos que van desde las antiguas videoconsolas a las más modernas, los juegos de ordenador incluidos el típico buscaminas o el solitario, los juegos de cartas on-line o el juego de la serpiente de los antiguos teléfonos móviles. Existe una variedad inmensa de videojuegos que, en muchos casos, nos hacen perder la cabeza.
Cuando empezamos a jugar lo hacemos por curiosidad pero esa curiosidad, de repente, se vuelve un impulso irrefrenable de continuar o de, nada más que podemos, retomar el juego de nuevo. Muchos jugadores se pasan horas enganchados a sus videojuegos favoritos, dejan de dormir, de comer o descuidan sus ocupaciones diarias y sus relaciones sociales.
Pero, ¿qué es lo que hace que nos enganchemos a los videojuegos con tanta facilidad? Existen algunos puntos clave que nos mantienen en un estado de concentración tal que nos hace perder la noción del tiempo.
videojuegos
Los test de reacción son un buen ejemplo de videojuegos adictivos.

Lo primero de todo es el aspecto visual y la música que acompaña al juego. Los colores son el cartel de entrada, si nos gusta probaremos. La música es lo que nos mantiene entretenidos y cuando dejamos de jugar se queda en nuestro cerebro sonando una y otra vez sin que podamos librarnos de ella.
Normalmente están divididos en partes, pantallas o niveles. Eso hace que siempre tengamos un punto para poder parar. El famoso “cuando llegue a este sitio paro”. Se supone que si tenemos un punto de referencia será más fácil desconectar del videojuego. Pero no es así. En los casos en que es muy difícil tenemos continuamente la sensación de que estamos a punto de encontrar la solución para seguir adelante. Sólo necesitamos probar una vez más para saber si es así o no. Y esa vez nos da otra nueva idea para probar y así sucesivamente.
Cuando el videojuego es sencillo pasamos de nivel continuamente lo que nos produce la sensación de estar en racha y la curiosidad por saber si el siguiente nivel será igual de fácil. Otro elemento que tienen los videojuegos sencillos es que son rápidos de jugar. Cada partida dura poco y por eso nos fijamos límites para dejarlo: “Sólo una más”, “Cinco minutos más”, “Todavía me da tiempo a jugar otra”, etc. Como es tan rápido no creemos que realmente esté pasando el tiempo. Muchas veces, tenemos la sensación de que si hay alguien alrededor no se dará cuenta y podremos empezar otra partida o intentarlo de nuevo.
La sensación de reto o de alcanzar una meta es constante en cualquier videojuego y por eso nos mantienen involucrados. Tal es así que cuando acabamos una fase del videojuego sentimos una curiosidad irresistible de saber si seremos capaces de superar esta nueva pantalla, qué habrá después o si estamos cerca de llegar al final. Así que probamos “para hacernos una idea” y llegamos al punto de “lo intento una vez más que creo que ya sé cómo va” y cerramos el bucle en el que estamos metidos.
Otro de los elementos que nos enganchan es que, a pesar de avanzar lentos, en cada partida conseguimos algo. Obtenemos puntos, bonus, premios, vidas, objetos que nos hacen mejorar…en definitiva recompensas que nos motivan a seguir jugando.
Y por último, el elemento básico que es la posibilidad de mejora. Al principio suele ser exponencial para estancarse cuando ya nos hemos enganchado al juego en cuestión. Por muy difíciles que puedan ser los videojuegos siempre empiezan siendo muy fáciles o, incluso, hay una especie de sección de entrenamiento para empezar a jugar. Estos tutoriales suelen ser extremadamente fáciles para crear la sensación de que nuestra destreza es enorme y que con muy poco mejoramos.
Algunos de los videojuegos más adictivos son “Counter Strike”, “World of Warcraft”, “Age of Empires”, “The Sims”, “Candy Crush”, etc. y todos poseen varios de los elementos clave para atraparnos: el reto, la división en niveles o fases, la mejora exponencial, los premios continuos, la falsa ilusión de control para abandonarlo y brevedad en el tiempo de cada partida o misión.

¿Igualdad o uniformidad para todos?



Que todas las personas somos iguales es un hecho innegable. Pero que confundimos igualdad con uniformidad también lo es. Ser iguales significa tener los mismos derechos y las mismas obligaciones, que todos respetemos los derechos de los demás y que los demás nos respeten a nosotros, que tengamos las mismas oportunidades que cualquiera, que se nos valore de la misma manera, etc.
Por mucho que todos digamos que esto está garantizado y que cualquiera puede llegar a donde quiera no es cierto del todo. Las condiciones que vienen dadas desde fuera y desde que nacemos son completamente diferentes para cada uno. Es cierto que podemos tener oportunidades que no aprovechemos pero, también es cierto, que no todos tenemos las mismas capacidades o intereses.
Es aquí donde llegamos a la diferencia entre igualdad y uniformidad. Que seamos todos iguales no significa que pensemos de la misma manera ni que aspiremos a lo mismo o que nuestras cualidades tengan que ser como las de quienes nos rodean. Igualdad, en este caso, sería que en aquello que nos gusta o que se nos da bien podamos desarrollarnos y tengamos posibilidades de mejorar o dedicarnos laboralmente. No que todos nos dediquemos a lo mismo (que, según parece, ahora son el mundo de la economía y de las tecnologías).
Esta falsa ambigüedad de los conceptos la vivimos desde la escuela. El sistema rígido educativo que fija unos objetivos y unas capacidades que obligatoriamente todos los alumnos tienen que tener hace que aquellos que se salen de la norma sean unos fracasados escolares. También lo serán en su futuro porque nadie les dijo, por ejemplo, que era normal no tener gusto por las matemáticas y sí por el teatro. Y cuando sean adultos, trabajen en una empresa llevando la contabilidad y sin tiempo tan siquiera para acudir a ver una obra de teatro se seguirán sintiendo unos fracasados.
Esta creencia errónea también se ve reforzada desde hace un tiempo con la moda de los uniformes. Es cierto que para los padres es mucho más cómodo porque no tienen que pensar qué les van a poner a sus hijos al día siguiente para ir al colegio. Ese ahorro de esfuerzo, a la vez, es un esfuerzo que no estamos haciendo a la hora de ayudar a los niños a crear su propia identidad. No se les permite que desarrollen su iniciativa y su derecho a la elección; en este caso, de su vestuario. No se les dan alternativas con lo que dejan de aprender, por ejemplo, que quizá sea más cómodo llevar un pantalón que una falda o una camiseta en lugar de una camisa que no da de sí a la hora de jugar, correr y saltar en el recreo.
“Así no hay comparación con los otros niños y todos son iguales”. A pesar de que por fuera intentemos ser iguales, por dentro vamos a ser distintos por muchos esfuerzos que se hagan. La personalidad, la educación que se recibe en casa y el entorno en que se vive no se parecen en nada.
“Tienen un grupo de referencia donde sentirse aceptados y seguros”. Esto les hace dependientes porque les lleva a la sumisión y a pensar que si no coinciden con las mismas ideas, estilo de vida o costumbres que los demás, serán excluidos y se quedarán sin amigos. Eso también hace pensar que no existen otras alternativas fuera de su ámbito y que no es posible crear otros grupos de amigos. Se verá reforzado ese miedo al rechazo y a lo desconocido. Con lo que la única solución que verán será hacer lo mismo que los otros para ser alguien.
Según lo que se viva y aprenda en la infancia será cómo se viva en la edad adulta. Que seamos personas seguras depende en buena parte de que no fomenten en la infancia el miedo ni el odio a lo distinto y respeten las diferencias viéndolas como oportunidades en lugar de amenazas.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Lenguaje positivo y autoestima



“Lo haces mal”, “eso no es así”. Cuántas veces hemos dicho estas palabras y cuántas veces más las diremos… Y es que no estaría mal que nos planteáramos qué es lo que queremos realmente, si que algo no se haga mal o que se haga bien. Parece que es lo mismo pero la percepción de quien lo escucha para nada es igual. Si alguien nos dice que lo no lo hemos hecho bien suponemos que estamos en el camino pero que aún no hemos llegado a la meta. Sin embargo, si nos dicen que lo hacemos mal, ¿qué es lo que hacemos mal? ¿Todo?
Habitualmente no damos importancia a la forma de expresarnos y lo cierto es que las palabras, muchas veces, dicen más de lo que pretendemos. Aunque no lo creamos, independientemente del mensaje y según el tipo de palabras que usamos, podemos dar un tono positivo o negativo a lo que decimos.
Por lo general, cuando oímos eso de utilizar un lenguaje positivo lo que se nos pasa por la cabeza es: “¡Vaya chorrada! Eso es utilizar eufemismos. Las cosas se dicen como son.” Sin embargo, para decir las verdades (como las solemos llamar) podemos utilizar muy distintos tonos de voz y maneras de decirlo. Y es esto mismo lo que hace que la percepción de quien lo oye sea totalmente distinta.
Si nos quejamos generalizando, inmediatamente estamos anulando todo el proceso o todo el resultado sin dar una oportunidad a la mejora. ¿Qué sentido tiene quejarnos de algo si no damos la opción del cambio? ¿Para qué nos servirá si nos vamos a quedar igual que estábamos?
Zanjar sentenciando el mal hacer de alguien no sirve de nada si no somos capaces de centrarnos en los puntos concretos que fallan. Lo primero que debemos hacer cuando nos disponemos a puntualizar algo es diferenciar las partes que están bien de las que se pueden mejorar. De esta manera tendremos claro qué es lo que no nos gusta y podremos transmitir con claridad aquello que deseamos que cambie. Si no damos pistas lo que haremos será ofender a quien recibe esa crítica y transmitirle una sensación de inutilidad y de incapacidad para la mejora. Si nos centramos y directamente vamos al punto exacto esa persona podrá analizarlo y valorar si puede hacerlo de otra forma.
En el caso de los niños esto es especialmente relevante. Su autoestima es muy frágil porque depende de la valoración que hacen de él los adultos. Si constantemente le decimos a un niño que no sabe hacer nada o que lo hace todo mal, poco a poco, su iniciativa y su ilusión por experimentar se irá agotando por miedo a una evaluación negativa por nuestra parte. Sus expectativas y su motivación se desvanecerán por miedo a fracasar, se considerará a sí mismo un inútil y dejará de aprender cosas nuevas. Si en lugar de generalizar hablamos con un lenguaje positivo en el que remarcamos las partes que están correctas y concretamos aquello que es susceptible de mejora alentaremos el espíritu de superación y eliminaremos cualquier límite a las capacidades que pueda tener.
Lo mismo ocurre cuando le reñimos y le decimos que es malo. ¿Es malo o se porta mal? ¿De verdad tiene mala intención o sólo está buscando sus límites? Todos necesitamos averiguar hasta dónde llegan nuestros derechos y dónde empiezan los de los demás. Por lo tanto, es normal que en algún momento sobrepasemos ese límite en nuestra búsqueda por ubicarnos en el mundo.
En resumen, parece que cualquiera que note que algo no está bien puede decirlo y que quejarse o protestar es lo más fácil pero esto no es cierto en absoluto. Para poder criticar, primero hay que saber hacerlo, de lo contrario, “lo estaremos haciendo mal”.

martes, 10 de septiembre de 2013

La vuelta al cole

Llega septiembre y terminan los horarios flexibles y los días de poco hacer. Los días comienzan a ser más cortos y el calor ya no es tan aplastante como en los meses anteriores.
Tengamos trabajo o no, seamos estudiantes, jubilados o trabajadores, a todos se nos altera la vida en los meses estivales. Nos gusta disfrutar del buen tiempo y paliar las altas temperaturas como mejor sabemos: en una terracita, en la piscina, en la playa, en el pueblo, etc. En definitiva, intentamos aprovecharlo de la mejor manera posible y, para ello, nos tomamos la vida de una manera mucho más relajada.
Y tan relajados podemos llegar a estar que se nos olvida que no es para siempre. Es por esto que cuando toca ponerse otra vez las pilas podemos experimentar la famosa depresión postvacacional. Estancamos nuestro pensamiento en los buenos momentos y el relax del verano y sentimos que una losa se posa sobre nuestra cabeza como si a partir de ese momento estuviéramos castigados a llevarla hasta el siguiente verano. Pensamos que ya no vamos a disfrutar como antes y que nuestra vida va a ser aburrida, estresante y horrible. Y eso sin contar todo lo que falta para poder disfrutar de nuevo de lo bueno que, por otro lado, parece lo único.
Con septiembre llega la hora de retomar las rutinas y comenzar a pensar en lo que supondrá el curso que viene. Este mes puede ser un buen momento para afrontar de otra manera los meses de frío que llegan. Es cierto que cambiamos nuestro modo de vida pero, también es cierto que, se abren ante nosotros nuevas oportunidades. Los meses de veranos han supuesto un descanso para nosotros con lo que llegamos con las pilas cargadas. Podemos reflexionar acerca de lo que hemos hecho antes y plantearnos cambios que nos aporten bienestar. Todo aquello que hemos decidido dejar para más adelante es el momento de abordarlo ahora.
Esta es otra de las razones por las que nos sobreviene la depresión postvacacional, dejamos gran cantidad de asuntos pendientes diciéndonos a nosotros mismos que es mejor empezar en septiembre, es decir, procrastinamos. El problema es que a veces dejamos tantas cosas que sólo con pensarlo nos saturamos y nos agobiamos pensando que no vamos a ser capaces cumplir con todo.
Es mejor pensar de una manera razonada y establecer prioridades. Ocuparnos de lo más inmediato y lo más importante y organizar bien nuestro tiempo. Septiembre es un mes perfecto para aprovechar la transición porque, a pesar de tener que retomar nuestras obligaciones, podemos seguir disfrutando de un tiempo más o menos bueno. El tiempo atmosférico es importante porque las temperaturas agradables y la luminosidad favorecen que nos sintamos de mejor ánimo. Esto nos da una fuerza y una motivación mayores que suponen un extra gratuito a tener en cuenta y aprovechar.
También es un buen momento para sentar las bases de lo que va a ser el resto del año. Si nos proponemos un plan de acción y lo vamos cumpliendo no nos encontraremos todo el invierno quejándonos de la falta de tiempo para todo. La mayoría de las veces esta falta de tiempo se debe a que no hemos planificado bien nuestros horarios.
En resumen, en septiembre no termina el verano y con él todo lo bueno sino que comienza el periodo del año en el que podemos sacar lo mejor de nosotros mismos aprovechando que estamos descansados y que tenemos unas condiciones favorables.