miércoles, 25 de septiembre de 2013

¿Igualdad o uniformidad para todos?



Que todas las personas somos iguales es un hecho innegable. Pero que confundimos igualdad con uniformidad también lo es. Ser iguales significa tener los mismos derechos y las mismas obligaciones, que todos respetemos los derechos de los demás y que los demás nos respeten a nosotros, que tengamos las mismas oportunidades que cualquiera, que se nos valore de la misma manera, etc.
Por mucho que todos digamos que esto está garantizado y que cualquiera puede llegar a donde quiera no es cierto del todo. Las condiciones que vienen dadas desde fuera y desde que nacemos son completamente diferentes para cada uno. Es cierto que podemos tener oportunidades que no aprovechemos pero, también es cierto, que no todos tenemos las mismas capacidades o intereses.
Es aquí donde llegamos a la diferencia entre igualdad y uniformidad. Que seamos todos iguales no significa que pensemos de la misma manera ni que aspiremos a lo mismo o que nuestras cualidades tengan que ser como las de quienes nos rodean. Igualdad, en este caso, sería que en aquello que nos gusta o que se nos da bien podamos desarrollarnos y tengamos posibilidades de mejorar o dedicarnos laboralmente. No que todos nos dediquemos a lo mismo (que, según parece, ahora son el mundo de la economía y de las tecnologías).
Esta falsa ambigüedad de los conceptos la vivimos desde la escuela. El sistema rígido educativo que fija unos objetivos y unas capacidades que obligatoriamente todos los alumnos tienen que tener hace que aquellos que se salen de la norma sean unos fracasados escolares. También lo serán en su futuro porque nadie les dijo, por ejemplo, que era normal no tener gusto por las matemáticas y sí por el teatro. Y cuando sean adultos, trabajen en una empresa llevando la contabilidad y sin tiempo tan siquiera para acudir a ver una obra de teatro se seguirán sintiendo unos fracasados.
Esta creencia errónea también se ve reforzada desde hace un tiempo con la moda de los uniformes. Es cierto que para los padres es mucho más cómodo porque no tienen que pensar qué les van a poner a sus hijos al día siguiente para ir al colegio. Ese ahorro de esfuerzo, a la vez, es un esfuerzo que no estamos haciendo a la hora de ayudar a los niños a crear su propia identidad. No se les permite que desarrollen su iniciativa y su derecho a la elección; en este caso, de su vestuario. No se les dan alternativas con lo que dejan de aprender, por ejemplo, que quizá sea más cómodo llevar un pantalón que una falda o una camiseta en lugar de una camisa que no da de sí a la hora de jugar, correr y saltar en el recreo.
“Así no hay comparación con los otros niños y todos son iguales”. A pesar de que por fuera intentemos ser iguales, por dentro vamos a ser distintos por muchos esfuerzos que se hagan. La personalidad, la educación que se recibe en casa y el entorno en que se vive no se parecen en nada.
“Tienen un grupo de referencia donde sentirse aceptados y seguros”. Esto les hace dependientes porque les lleva a la sumisión y a pensar que si no coinciden con las mismas ideas, estilo de vida o costumbres que los demás, serán excluidos y se quedarán sin amigos. Eso también hace pensar que no existen otras alternativas fuera de su ámbito y que no es posible crear otros grupos de amigos. Se verá reforzado ese miedo al rechazo y a lo desconocido. Con lo que la única solución que verán será hacer lo mismo que los otros para ser alguien.
Según lo que se viva y aprenda en la infancia será cómo se viva en la edad adulta. Que seamos personas seguras depende en buena parte de que no fomenten en la infancia el miedo ni el odio a lo distinto y respeten las diferencias viéndolas como oportunidades en lugar de amenazas.

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