Que
todas las personas somos iguales es un hecho innegable. Pero que confundimos
igualdad con uniformidad también lo es. Ser iguales significa tener los mismos
derechos y las mismas obligaciones, que todos respetemos los derechos de los
demás y que los demás nos respeten a nosotros, que tengamos las mismas
oportunidades que cualquiera, que se nos valore de la misma manera, etc.
Por
mucho que todos digamos que esto está garantizado y que cualquiera puede llegar
a donde quiera no es cierto del todo. Las condiciones que vienen dadas desde
fuera y desde que nacemos son completamente diferentes para cada uno. Es cierto
que podemos tener oportunidades que no aprovechemos pero, también es cierto,
que no todos tenemos las mismas capacidades o intereses.
Es
aquí donde llegamos a la diferencia entre igualdad y uniformidad. Que seamos
todos iguales no significa que pensemos de la misma manera ni que aspiremos a
lo mismo o que nuestras cualidades tengan que ser como las de quienes nos
rodean. Igualdad, en este caso, sería que en aquello que nos gusta o que se nos
da bien podamos desarrollarnos y tengamos posibilidades de mejorar o dedicarnos
laboralmente. No que todos nos dediquemos a lo mismo (que, según parece, ahora
son el mundo de la economía y de las tecnologías).
Esta
falsa ambigüedad de los conceptos la vivimos desde la escuela. El sistema
rígido educativo que fija unos objetivos y unas capacidades que
obligatoriamente todos los alumnos tienen que tener hace que aquellos que se
salen de la norma sean unos fracasados escolares. También lo serán en su futuro
porque nadie les dijo, por ejemplo, que era normal no tener gusto por las
matemáticas y sí por el teatro. Y cuando sean adultos, trabajen en una empresa
llevando la contabilidad y sin tiempo tan siquiera para acudir a ver una obra
de teatro se seguirán sintiendo unos fracasados.
Esta
creencia errónea también se ve reforzada desde hace un tiempo con la moda de
los uniformes. Es cierto que para los padres es mucho más cómodo porque no
tienen que pensar qué les van a poner a sus hijos al día siguiente para ir al
colegio. Ese ahorro de esfuerzo, a la vez, es un esfuerzo que no estamos
haciendo a la hora de ayudar a los niños a crear su propia identidad. No se les
permite que desarrollen su iniciativa y su derecho a la elección; en este caso,
de su vestuario. No se les dan alternativas con lo que dejan de aprender, por
ejemplo, que quizá sea más cómodo llevar un pantalón que una falda o una
camiseta en lugar de una camisa que no da de sí a la hora de jugar, correr y
saltar en el recreo.
“Así no hay comparación con los
otros niños y todos son iguales”. A pesar de que por
fuera intentemos ser iguales, por dentro vamos a ser distintos por muchos
esfuerzos que se hagan. La personalidad, la educación que se recibe en casa y
el entorno en que se vive no se parecen en nada.
“Tienen un grupo de referencia
donde sentirse aceptados y seguros”. Esto les hace
dependientes porque les lleva a la sumisión y a pensar que si no coinciden con
las mismas ideas, estilo de vida o costumbres que los demás, serán excluidos y
se quedarán sin amigos. Eso también hace pensar que no existen otras
alternativas fuera de su ámbito y que no es posible crear otros grupos de
amigos. Se verá reforzado ese miedo al rechazo y a lo desconocido. Con lo que
la única solución que verán será hacer lo mismo que los otros para ser alguien.
Según
lo que se viva y aprenda en la infancia será cómo se viva en la edad adulta.
Que seamos personas seguras depende en buena parte de que no fomenten en la
infancia el miedo ni el odio a lo distinto y respeten las diferencias viéndolas
como oportunidades en lugar de amenazas.
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