Estamos en pleno verano. La estación en la que se lucen los resultados del duro trabajo de la operación biquini. A estas alturas, seguramente, ya hayamos llegado a la conclusión de que un año más no hemos sido capaces de bajar ni un solo gramo o que, todo lo que adelgazamos, lo hemos recuperado de sobra gracias a las frescas cañitas y a las ricas tapas.
Hemos pasado una temporada privándonos de comer todo aquello que tanto nos gusta. Nos hemos alimentado casi exclusivamente de piñas, alcachofas, sopas o de sirope de arce, que tan de moda está últimamente. Incluso, los que se lo han tomado más en serio, dejaron de fumar y no probaron una gota de alcohol. Y todo ello, ¿para qué? Para sentirnos desesperados por no ser capaces más que de pasar nervios y hambre y darnos por vencidos ante el primer plan de tomar unas cañas en una terraza.
Las dietas milagro no existen porque lo único que hacen es ayudar a perder líquidos. Si nos fijamos en los componentes de este tipo de dietas son alimentos con un alto contenido de agua o con propiedades laxantes. Por tanto, esto es lo que se pierde: agua y toxinas. A su vez se van consumiendo, sin reponerse, sustancias imprescindibles para que nuestro cuerpo funcione correctamente. El resultado es un déficit nutricional que se refleja en la salud física y mental. Por un lado, la falta real de nutrientes hace que el metabolismo se altere. Por otro lado, la prohibición de todo aquello que nos gusta pero que engorda nos hace sentir nerviosos porque la gula nos corroe. Además, lo sentimos como una especie de autocastigo por no habernos cuidado antes y eso nos mina la moral. Por no hablar del pésimo humor que nos deja la constante sensación de hambre.
La forma de actuar cuando se siguen este tipo de dietas siempre es el mismo. Con la primavera nos acordamos de que pronto tendremos que lucir nuestra figura en la piscina o en la playa. Nos alarmamos del poco tiempo que queda y buscamos una forma de perder peso rápidamente. Hacemos una dieta muy estricta y no nos permitimos comer casi nada, con lo cual pasamos mucha hambre y perdemos nutrientes que no recuperamos. La sensación de hambre va creciendo y la fuerza de voluntad disminuyendo hasta que no podemos más. Entonces pensamos que por una vez no va a pasar nada y nos damos un capricho por lo bien que lo hemos estado haciendo. Comemos con voracidad todo aquello de lo que nos habíamos privado. Nos sentimos mal y volvemos a seguir nuestro estricto régimen con la idea de no saltárnoslo nunca más. Aguantamos hasta que llegamos de nuevo al mismo punto de hambre insaciable y nos saltamos el régimen una vez más. Este ciclo lo solemos repetir a lo largo de todo el verano.
Lo que se consigue con esto es que nuestro organismo se altere tanto que produzca un efecto rebote y engordemos. Ante la falta de alimentos el cuerpo responde aumentando la sensación de hambre. Con las comilonas que nos damos cuando no resistimos más el cuerpo recupera lo que ha perdido y almacena más sustancias para prevenir un nuevo déficit de nutrientes. La siguiente vez que repetimos el ciclo nuestro cuerpo funciona igual y almacena aún más sustancias. Es decir, se convierte en una espiral, cuanto más estricta es nuestra dieta con más fuerza reacciona nuestro cuerpo. Por eso, cada vez nos cuesta más perder peso y nos sorprende que engordemos con mayor facilidad, a pesar de nuestros esfuerzos.
Lo normal, y lo más sano, sería tener una dieta equilibrada todo el año y acompañarla de ejercicio físico. Esto es lo que, de verdad, nos ayudará a estar bien físicamente y repercutirá en nuestro bienestar emocional. Si pretendemos ponernos a régimen, lo fundamental es estar convencidos de que realmente lo queremos hacer. Necesitaremos mucha fuerza de voluntad para seguirla porque será algo largo en el tiempo. Además, debemos acudir a un especialista que nos evalúe y nos confeccione una dieta adaptada a nuestras características y necesidades. Y, no está de más, contar con apoyo psicológico que nos ayude a fortalecer nuestra capacidad de autocontrol y a evitar que nos desmotivemos.
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