La ansiedad es
una reacción emocional que aparece ante situaciones percibidas como peligrosas
o amenazantes. Nuestro cuerpo se activa y permanece alerta a la espera de lo
que pueda ocurrir. Cumple una función adaptativa y es universal para toda la
especie humana.
Existen diferentes
niveles de ansiedad según la intensidad o el grado de agitación que sintamos.
El grado más bajo sería el de reposo que es cuando estamos tranquilos,
relajados. En este punto no experimentamos ansiedad. Para ponernos en marcha
necesitamos activarnos, dirigir el foco de nuestra atención y estar mínimamente
concentrados. Por eso, es necesario que la activación aumente un poco para que
el organismo esté preparado. Algunas veces, si nuestra labor es muy compleja o
requiere un gran esfuerzo, el nivel de activación preciso será mayor.
El rendimiento
que nosotros conseguimos depende, en gran medida, del estado de excitación en
el que nos encontremos. Si nuestro nerviosismo supera el punto óptimo que
necesitamos el rendimiento bajará porque la ansiedad nos impedirá concentrarnos
y dedicar el esfuerzo a nuestra tarea. Estaremos más preocupados en luchar
contra nuestra ansiedad y en poder concentrarnos que en lo que realmente
tenemos que hacer. Esto se debe a que se estrecha el foco de atención, lo que
impide pensar de forma resolutiva. Por el contrario, también, ocurre que si no
estamos suficientemente activados tampoco llegaremos a un rendimiento adecuado
porque no nos estamos esforzando lo suficiente.
Estar
demasiado nerviosos, además de ser improductivo, puede resultar peligroso. Una
vez concluido un periodo de mucho esfuerzo, lo normal es volver a un estado de calma
y tranquilidad. A veces, el nivel elevado de ansiedad se mantiene durante mucho
tiempo aunque se haya terminado nuestro cometido. Esto ocurre, sobre todo, en
épocas de mucho estrés como, por ejemplo, en períodos de exámenes o de mucho
trabajo, mudanzas, etc. Cuando el organismo debe volver a un estado de reposo,
porque ya no necesita estar activado, sigue experimentando la misma ansiedad. No
es capaz de relajarse porque ha pasado a identificar como su estado normal el
de la activación elevada. Es decir, nuestro cerebro cree que está relajado
cuando en realidad nuestro cuerpo está alterado. Así, cuando nuestro organismo
necesita volver a realizar una acción o vuelve a pasar por una época de estrés
aumenta, aún más, los niveles de ansiedad. La excitación que siente la persona
es muy superior a la que necesita para realizar sus actividades de forma
eficaz.
Como todo
tiene un límite, forzar demasiado el organismo puede hacer que se rompa por
algún lado. El cuerpo está preparado constantemente para hacer frente a
cualquier amenaza, aunque no exista, y por eso se va fatigando. En el momento
en que ocurre algo y tiene que responder forzando un poco más, está demasiado
saturado y no puede afrontar una nueva exigencia. Las consecuencias que
conlleva pueden ser tanto psicológicas como físicas. Trastornos afectivos como
la depresión, ansiedad generalizada; úlceras y otros daños en el aparato
digestivo y circulatorio, trastornos del sueño, alteraciones del sistema
endocrino e inmunológico, etc. son algunos ejemplos de lo que nos puede llegar
a suceder.
Tener un
sistema inmunológico débil es como abrir la puerta a las enfermedades. El organismo
no es capaz de defendernos de todas las agresiones externas que sufrimos
diariamente. Se va debilitando, cada vez más, hasta que estas agresiones
comienzan a tener una gravedad importante. Es, entonces, cuando no nos sentimos
bien y damos la voz de alarma porque tenemos más resfriados, más dolores,
estamos más cansados y de peor humor. Si la situación se vuelve mucho más
extrema, incluso puede que lleguemos a simular, o lo que es peor, a desarrollar
enfermedades degenerativas.
Es importante
ser consciente de los riesgos que tiene para nuestra salud el mantener durante
mucho tiempo niveles elevados de ansiedad. Con sólo reservar un pequeño espacio
de tiempo cada día para relajarnos nos encontraremos mucho mejor. Nuestro
cuerpo nos agradecerá que dediquemos diez o quince minutos al final de la
jornada a olvidar el estrés de todo el día. Aprender a respirar correctamente,
de manera pausada y con largos ciclos de inspiración-espiración es un buen
comienzo para tomarse la vida con más calma y disfrutarla.