Últimamente
se oye mucho por ahí una palabreja que parece rebosar pedantería por los cuatro
costados (si es que las palabras tienen costados, claro). Pero así son las
modas y el término procrastinación se
está convirtiendo en una de esas palabras que se comienzan a utilizar en nuestra
sociedad como algo innovador.
Pero
pocas cosas hay en este mundo que sean más viejas que el “dejar para mañana lo que puedas hacer hoy”. Efectivamente,
procrastinar consiste en aplazar alguna tarea,
trabajo u obligación que tenemos pendiente. Todos y cada uno de nosotros
alguna vez en nuestra vida lo hemos sido, aunque sea por un pequeño espacio de
tiempo.
La
vagancia es normal porque, antes o después, a todos nos entra ese momento de
negación a ponernos en marcha o enredarnos con otras cosas antes que aquello
que de verdad tenemos que hacer. Dicho de otro modo, ¿cuántos de nosotros hemos
“requetelimpiado” o “requetecolocado” nuestra casa o nuestra
habitación antes de ponernos a estudiar o trabajar? Ante la obligación, muchas
veces, sentimos la necesidad incontrolable de saltárnosla sólo por el hecho de
revelarnos contra nuestras (a veces propias) imposiciones.
El
problema viene cuando la procrastinación o el aplazamiento se convierte en un
hábito y nos encontramos en una rutina constante de esperar al último momento
para cumplir con nuestros objetivos. A menudo, esto viene causado porque cada
vez que nos hemos encontrado en una situación de este tipo hemos ido
aprendiendo que podemos cumplir con nuestras obligaciones y, casi siempre, lo
conseguimos hacer medianamente bien.
En
realidad esto no es más que un autoengaño. No sólo no lo hacemos bien sino de
una manera pasable que nos libere de
una bronca o de un despido. Además, se crea en nosotros un estado de ansiedad
por el hecho de enredarnos en una situación tan estresante como innecesaria.
Este estado de ansiedad hace que se active nuestro organismo y que la sensación
sea parecida a la de encontrarnos en una competición. El hecho de trabajar
contrarreloj hace que nuestra motivación aumente. Percibimos que los resultados
llegarán pronto y que si lo conseguimos tener a punto justo a tiempo nos
sentiremos victoriosos y se mezclará en nosotros una sensación de alivio, miedo
y orgullo.
El
autoengaño viene cuando creemos que necesitamos trabajar bajo presión porque
así estamos más inspirados o sacamos las mejores cualidades de nosotros mismos.
Y es aquí cuando este tipo de comportamiento comienza a convertirse en rutina.
Hacemos de este hecho un ritual supersticioso que nos da a entender que si nos
organizamos con tiempo ya no seremos tan buenos en lo que hacemos.
En
realidad, si organizamos nuestro trabajo por adelantado y gestionamos bien el
tiempo será mucho más fácil para nosotros ya que no nos pegaremos “atracones”, tendremos la mente mucho
más despejada y nuestro organismo nos lo agradecerá. La sensación de hacer cada
día un poco puede resultar poco gratificante por no encontrar una recompensa
inmediata e incluso parecer que estamos perdiendo el tiempo. Esta paradoja hace
que no valoremos nuestras propias habilidades y por tanto necesitemos buscar
otros estímulos que hayamos en la cuenta
atrás. Sin embargo, cuando trabajamos sin estrés podemos pensar con mayor
claridad y nuestras ideas suelen aumentar en cantidad y en calidad.
Cuando
nos sometemos a continuas situaciones estresantes nuestro cuerpo no se consigue
relajar y se mantiene en un estado constante de alerta porque sabe que en
cualquier momento tendrá que dar lo mejor de sí mismo y poner sus recursos al
límite. Paulatinamente, iremos agotándonos debido a la imposibilidad de
recuperarnos por completo.
Evitar
entrar en situaciones de estrés de manera superflua hará que nuestro organismo
nos lo agradezca por no poner en marcha el mecanismo de alerta que provoca la
ansiedad y que a largo plazo puede desencadenar problemas serios tanto a nivel
físico como psicológico.