martes, 27 de agosto de 2013

Acción y efecto de procrastinar



Últimamente se oye mucho por ahí una palabreja que parece rebosar pedantería por los cuatro costados (si es que las palabras tienen costados, claro). Pero así son las modas y el término procrastinación se está convirtiendo en una de esas palabras que se comienzan a utilizar en nuestra sociedad como algo innovador.
Pero pocas cosas hay en este mundo que sean más viejas que el “dejar para mañana lo que puedas hacer hoy”. Efectivamente, procrastinar consiste en aplazar alguna tarea,  trabajo u obligación que tenemos pendiente. Todos y cada uno de nosotros alguna vez en nuestra vida lo hemos sido, aunque sea por un pequeño espacio de tiempo.
La vagancia es normal porque, antes o después, a todos nos entra ese momento de negación a ponernos en marcha o enredarnos con otras cosas antes que aquello que de verdad tenemos que hacer. Dicho de otro modo, ¿cuántos de nosotros hemos “requetelimpiado” o “requetecolocado” nuestra casa o nuestra habitación antes de ponernos a estudiar o trabajar? Ante la obligación, muchas veces, sentimos la necesidad incontrolable de saltárnosla sólo por el hecho de revelarnos contra nuestras (a veces propias) imposiciones.
El problema viene cuando la procrastinación o el aplazamiento se convierte en un hábito y nos encontramos en una rutina constante de esperar al último momento para cumplir con nuestros objetivos. A menudo, esto viene causado porque cada vez que nos hemos encontrado en una situación de este tipo hemos ido aprendiendo que podemos cumplir con nuestras obligaciones y, casi siempre, lo conseguimos hacer medianamente bien.
En realidad esto no es más que un autoengaño. No sólo no lo hacemos bien sino de una manera pasable que nos libere de una bronca o de un despido. Además, se crea en nosotros un estado de ansiedad por el hecho de enredarnos en una situación tan estresante como innecesaria. Este estado de ansiedad hace que se active nuestro organismo y que la sensación sea parecida a la de encontrarnos en una competición. El hecho de trabajar contrarreloj hace que nuestra motivación aumente. Percibimos que los resultados llegarán pronto y que si lo conseguimos tener a punto justo a tiempo nos sentiremos victoriosos y se mezclará en nosotros una sensación de alivio, miedo y orgullo.
El autoengaño viene cuando creemos que necesitamos trabajar bajo presión porque así estamos más inspirados o sacamos las mejores cualidades de nosotros mismos. Y es aquí cuando este tipo de comportamiento comienza a convertirse en rutina. Hacemos de este hecho un ritual supersticioso que nos da a entender que si nos organizamos con tiempo ya no seremos tan buenos en lo que hacemos.
En realidad, si organizamos nuestro trabajo por adelantado y gestionamos bien el tiempo será mucho más fácil para nosotros ya que no nos pegaremos “atracones”, tendremos la mente mucho más despejada y nuestro organismo nos lo agradecerá. La sensación de hacer cada día un poco puede resultar poco gratificante por no encontrar una recompensa inmediata e incluso parecer que estamos perdiendo el tiempo. Esta paradoja hace que no valoremos nuestras propias habilidades y por tanto necesitemos buscar otros estímulos que hayamos en la cuenta atrás. Sin embargo, cuando trabajamos sin estrés podemos pensar con mayor claridad y nuestras ideas suelen aumentar en cantidad y en calidad.
Cuando nos sometemos a continuas situaciones estresantes nuestro cuerpo no se consigue relajar y se mantiene en un estado constante de alerta porque sabe que en cualquier momento tendrá que dar lo mejor de sí mismo y poner sus recursos al límite. Paulatinamente, iremos agotándonos debido a la imposibilidad de recuperarnos por completo.
Evitar entrar en situaciones de estrés de manera superflua hará que nuestro organismo nos lo agradezca por no poner en marcha el mecanismo de alerta que provoca la ansiedad y que a largo plazo puede desencadenar problemas serios tanto a nivel físico como psicológico.

viernes, 23 de agosto de 2013

La utopía de la felicidad es la infelicidad: III (¿El derecho o la obligación de ser feliz?)



¿Todos debemos ser felices? Muchos pensarán: “Claro, muy mal de la cabeza tienes que estar para no querer ser feliz”. En esta afirmación estamos asumiendo que conseguir ese estado es una norma y que si no lo queremos es que no somos normales. Por un lado, como ya dijimos en los artículos anteriores, esa busca no debe convertirse en una obsesión que nos provoque el efecto contrario; la infelicidad. Por otro, hemos de ser conscientes de que las circunstancias personales de cada uno no son iguales a las del resto. Suceden acontecimientos que necesitamos afrontar y asimilar y puede que, durante un tiempo, no seamos capaces de sentirnos bien y no por ello signifique que renunciamos a la felicidad.
Puede que haya épocas en nuestra vida en las que nos sentimos tranquilos y a gusto con nosotros pero quizá nos encontremos un poco apáticos porque algo nos falta en nuestra existencia. No sentirnos felices no significa ser infelices. Existe una gama muy amplia con distintas intensidades de este estado anímico, no siempre tenemos por qué estar en el punto máximo positivo.
Y, por último, lo que para uno es tener todos los elementos para conseguirlo para otro puede ser no tener nada porque no le sirven o no lo valora de la misma manera. La propia percepción es única y, como tal, es completamente respetable.
Quizá un pequeño fallo que cometemos todos es el intentar ver la felicidad como una meta que conseguiremos antes o después. ¿Qué hay durante ese tiempo en que permanecemos recorriendo el camino? ¿Acaso tenemos prohibido el ser felices o no estamos capacitados para serlo? Nada más allá de la realidad. Sin darnos cuenta, entramos en una contradicción. Queremos recorrer muy rápido el camino y ser felices a toda costa y cuanto antes para no pasarlo mal y, sin embargo, aplazamos el momento de llegar a ese estado porque lo vemos como un objetivo por alcanzar.
¿Y si nos olvidásemos de llegar a un fin y nos centráramos en el proceso? No podemos comparar nuestra felicidad con una carrera en la que lo importante es llegar a la meta lo más rápido posible porque en realidad esa carrera es nuestra vida. Lo que hacemos es vivirla a toda prisa pensando que lo actual no es lo importante porque lo bueno está más allá; lo bueno está por venir, como solemos decir. Sin darnos cuenta, el tiempo va pasando y en lugar de disfrutar del trayecto, de todo lo que lo rodea y de quienes nos acompañan lo despreciamos anhelando esa idea turbia y utópica que nunca cumplirá con nuestras exigencias hasta que echemos la vista atrás y veamos “lo buenos que fueron aquellos tiempos”.

lunes, 19 de agosto de 2013

Crisis, Migraciones y Planes Familiares



Debido a la falta de trabajo muchas personas deciden abandonar sus hogares y lanzarse a la aventura. Muchas de estas personas ya tenían su familia o una pareja con la que habían hecho planes. Ante estas circunstancias y ante la necesidad de tomar la decisión surgen las dudas. Las dudas comunes de si se volverá al antiguo hogar alguna vez, dudas de si habrá que volver a marcharse o si el nuevo asentamiento gustará o no.
Pero, también, surgen dudas de otro tipo. ¿A dónde vamos? ¿Vienes conmigo o voy solo (o sola)? Las cosas ya no son como hace algunas décadas en las que sólo trabajaba el hombre y la mujer se quedaba en casa haciendo sus labores. Ahora las mujeres también tienen otras aspiraciones. Quieren ser algo en la vida que las satisfaga y no sólo que agrade a su pareja. Tienen expectativas laborales y buscan un reconocimiento fuera de su casa.
Es en este punto donde llegan las dudas más importantes. Porque marcharse del lugar donde hemos construido nuestra vida significa renunciar a muchas cosas, a personas importantes pero, también, a un estilo o un ritmo de vida. Habitualmente, cuando se toma la decisión de emigrar es porque ninguno de los miembros de la pareja o de la familia tiene trabajo o el que tienen es muy inestable e insuficiente para vivir.
Cuando se trata de una pareja, al empezar de cero siempre hay uno que prosperará más que otro y esto significa que el otro miembro ha de renunciar a sus objetivos tal y como se los había planteado. Quizá tenga que replanteárselos, aplazarlos o eliminarlos de su mente, según las circunstancias. Pero la renuncia por parte de uno significa que los dos renuncian en la pareja puesto que los planes futuros ya no van a ser igual que antes para nadie. Probablemente, durante un tiempo se tenga que vivir con un único sueldo, no muy abundante, el otro tratará de conseguir sus objetivos sin abandonarlos pero si no consigue nada irá rebajando sus exigencias hasta conformarse con encontrar algo, lo que sea.
En nuestro país, por lo general y visto lo poco que hemos avanzado en este aspecto, quien encuentra antes su empleo o, al menos, mejor pagado suele  ser el hombre. Con lo que la mujer seguirá acumulando tiempo desempleada y perdiendo oportunidades de ampliar su experiencia profesional por el hecho de ser mujer y por el hecho de ganar menos. Eso significa que cuando haya que volver a partir por cuestiones de trabajo será ella quien le siga a él porque será por el bien de los dos.
Y después, ¿qué? ¿Tranquilidad? ¿Estabilidad? Incertidumbre seguirá habiendo incertidumbre porque nunca se sabe cuándo cambiarán las cosas. Así pues, presumiblemente, la pareja sin hijos seguirá sin tenerlos por falta de recursos económicos, por falta de estabilidad en su vida o por miedo a que la madre pierda el trabajo que tanto le ha costado conseguir.
Porque seguimos viviendo en una sociedad en la que se despide a las mujeres embarazadas (antes o después de dar a luz) de forma prácticamente gratuita y porque, si siguen trabajando, terminarán por solicitar una excedencia para el cuidado de sus hijos ya que el irrisorio permiso de paternidad no permite que los hijos sean criados a tiempo completo por sus progenitores al menos durante su primer año de vida. Las mujeres, tras el período de baja maternal y el permiso para la lactancia tenderán a solicitar la excedencia asumiendo que será muy difícil volver a incorporarse a su puesto de trabajo, si es que aún lo mantienen.
Renunciar a muchas alternativas en la vida por elegir un camino es algo inevitable pero que quienes tengan que renunciar siempre sean las mismas significa que algo no está bien en esta nuestra sociedad tan “tradicional-mente” española.

viernes, 9 de agosto de 2013

Espirales de comunicación fallida



Cada vez que tenemos un conflicto familiar o con nuestra pareja nos acabamos diciendo “Siempre igual”, “Esto no tiene remedio”, “Siempre llegamos al mismo punto”, etc.
A lo largo del tiempo que pasamos con quienes convivimos vamos madurando al igual que el resto de los integrantes de nuestro ámbito social. Madurar significa crecer como persona y aprender a través de la experiencia. Pero el aprendizaje que llevamos a cabo no siempre supone corregir los errores sino que, a fuerza de repetición, aprendemos una única dinámica de comportamiento con los otros. Estos modos de relacionarnos se establecen en función de nuestra personalidad y la de los otros, en función de los acontecimientos que vivimos juntos y la manera de resolverlos y, también, en función del concepto que tenemos del otro.
Por lo general, vemos y analizamos la conducta de los otros y la juzgamos para bien o para mal. Inmediatamente, adjudicamos una etiqueta a esa persona porque sabemos que es así o porque ella misma lo reconoce. Lo que ocurre a continuación es que cuando interaccionamos con esa persona tenemos en mente su manera de comportarse y la etiqueta que le hemos puesto. Por ejemplo, si nos relacionamos con una persona que calificamos como sensible o frágil tendremos cuidado de no herirla con un vocabulario agresivo o con comentarios desagradables; si la calificamos como cabezota cuando vayamos a tratar un tema delicado nos armaremos de paciencia para no enfadarnos; si consideramos que hablamos con alguien muy despistado trataremos de dejar claro aquello que queremos y lo repetiremos varias veces para asegurarnos de que se ha enterado de todo.
Hasta aquí, podríamos decir que el responsable de la mala comunicación o de crear dinámicas de relación condenadas a fracasar es quien juzga. Esto no es del todo exacto. Nosotros mismos también tenemos un concepto sobre quiénes somos y, en función de con quién nos relacionamos, asumimos un rol u otro. Es decir, todos tenemos unas características o rasgos que nos definen y con las que nos identificamos pero también nos identificamos con roles familiares (hijo, hermano, pareja, progenitor, etc.) o con roles de nuestro grupo de amigos (el líder, el pasota, el tímido, el cotilla, el dependiente, etc.). El que asumamos un rol u otro depende de la situación pero cómo nos comportamos en ese papel depende de las características concretas que le asignamos a ese rol. Si, por ejemplo, en nuestra familia consideramos que los hijos deben obedecer siempre y acatar las normas, cuando nuestro papel sea el de hijos lo deseable será que nos comportemos así y cuando desempeñemos el rol de padres nuestra obligación será ser autoritarios. Si al líder de un grupo se le concibe como alguien dinámico, siempre de buen humor y que nunca se muestra débil quien asuma ese papel será el que encaje más con esa descripción pero deberá comportarse así en todas las ocasiones.
Nos asignan y asumimos un papel con unas características. Si nos comportamos de una forma diferente a esa etiqueta será difícil que se nos reconozca y las personas se encontrarán perdidas y sin saber cómo tratarnos por eso intentarán volver a los patrones de relación habituales que son los que conocen. A cambio, nosotros percibimos ese desconcierto y, en consecuencia, un cierto desencanto con lo que nos sentiremos inseguros y en riesgo de ser excluidos de ese grupo por creer que podemos decepcionarlos. Ese miedo al rechazo muchas veces nos lleva a renunciar al cambio de nuestro comportamiento con los demás y acabamos perpetuando las mismas dinámicas de relación, aunque resulten perjudiciales.
Por eso, cuando se trata de formas de comunicarnos conflictivas nos resulta tan difícil cambiar. Asumimos de antemano que las cosas van a seguir igual por parte de los demás y, con frecuencia, ni siquiera lo intentamos. Con ello confirmamos y perpetuamos nuestra etiqueta.
Por nuestra parte, no damos la oportunidad del cambio ni la confianza en el otro pero tampoco creemos que la otra persona vaya a hacerlo con nosotros. Así pues, en la siguiente disputa que nos encontremos tendremos una expectativa negativa acerca del resultado y directamente nos pondremos a la defensiva.
La vía para salir de este bucle es partir de cero y creer que los cambios se pueden producir y que éstos son positivos. Una buena manera es dar tiempo y hacer uso de la paciencia que a menudo olvidamos cultivar. Conceder la oportunidad de mantener un patrón de comunicación diferente será beneficioso para todas las partes en conflicto.

lunes, 5 de agosto de 2013

La utopía de la felicidad es la infelicidad: II



En el anterior artículo reflexionamos sobre una de las razones principales que nos impiden alcanzar la felicidad: nosotros mismos y nuestra propia definición del concepto.
Existe otra razón por la que nos cuesta tanto hallar la felicidad. Una vez que ya sabemos qué es lo que necesitamos o cuáles son los elementos de nuestra vida que nos hacen felices debemos enfrentarnos a la sociedad. Aunque el espíritu y la creencia popular dice que todos debemos encontrarla, también, nos indica que es imposible y que es un camino infinito. Nos impone su búsqueda a la vez que nos impide alcanzarla. Trata de definirla de manera única para todos, puesto que, establece lo que debemos tener y lo que no y cómo debemos ser para sentirnos satisfechos o a gusto con nosotros mismos.
¿De qué manera nos impide lograr nuestra quimera? A lo largo del tiempo nos han inundado de mensajes del tipo: esto no es vida, cualquier tiempo pasado fue mejor, estos tiempos no son buenos, a dónde vamos a llegar con la situación que tenemos, etc. El tiempo se divide en tres partes; un presente maltrecho que nos lleva a un futuro sin ninguna esperanza y un pasado en el que elegimos recordar lo bueno y olvidar lo malo para poder tener un punto de comparación y saber que en algún momento existió algo positivo.
¿Por qué hacemos esto? Porque donde vivimos es en el momento presente y en nuestra vida acompañan las emociones. No somos capaces de ver los acontecimientos de una manera objetiva porque somos seres emocionales y nuestra visión está empañada por cómo nos afectan las cosas tanto individualmente como socialmente. Y en función, de esta vivencia, intuimos que el futuro seguirá la misma dirección pero de forma amplificada.
Por eso, como habitualmente manejamos una sensación de insatisfacción general por creer que todo debería ser de otra forma y que podríamos estar o sentirnos mejor pensamos que no lo estamos haciendo bien y, en lugar de pensar en un cambio, anticipamos un futuro negativo o, incluso, “catastrófico”.
Lo cierto es que nadie puede predecir el futuro pero si nos empeñamos en creernos que todo va a seguir en esa dirección no nos preocuparemos ni tendremos la más mínima intención de cambiar el curso de los acontecimientos. En consecuencia, se cumplirá y confirmaremos lo que habíamos “adivinado” que iba a ocurrir.
¿Qué ocurre con el pasado? La vivencia del pasado ya no va a cambiar y nuestra visión también está impregnada de emociones pero emociones pasadas. Al recordar, nuestro cerebro va acomodando la realidad y va haciendo que procesemos los recuerdos negativos como algo no tan malo y que nos quedemos con los positivos porque son con los que nos sentimos bien. Si el pasado también fuera totalmente negativo acabaríamos extremadamente deprimidos y, puede que sin ninguna esperanza para seguir viviendo.