lunes, 29 de julio de 2013

La utopía de la felicidad es la infelicidad I

En la mente de todos ronda siempre un objetivo al que aspiramos: ser feliz. Lo que aparentemente es un deseo, se convierte en un axioma obligatorio que en algunos casos puede llegar a convertirse en la búsqueda del Santo Grial.
Y es que no hay camino más infeliz que una búsqueda obsesiva tratando de encontrar aquello que consideramos felicidad. Llenamos nuestro cuerpo de ansiedad y sembramos nuestro camino de obstáculos que nos hacen retroceder constantemente. Como resultado, conseguimos justo lo contrario y, por eso, la búsqueda se convierte en algo interminable, algo así como una quimera.
Pero, ¿por qué nos ocurre esto? Existen dos razones fundamentales que lo explican. Al parecer, todos tenemos una idea muy clara de lo que es la felicidad y, si nos preguntan si sabemos qué es la felicidad, rápidamente contestaremos que sí con una gran sonrisa. Pero si nos piden que lo describamos, probablemente, esa sonrisa se borre de nuestro rostro y nos demos cuenta de que lo que imaginamos no es más que una serie de imágenes vagas, borrosas e inconexas o ni siquiera eso. El problema es que no lo hemos definido, no sabemos lo que es y, por tanto, no sabemos lo que queremos.
El punto de partida es saber conceptualizar qué es para nosotros la felicidad. No existe una definición para todos, excepto la del diccionario, que en el caso de la RAE, en su próxima edición, la vigésimo tercera, se define con tres acepciones (elijo ésta porque es la que más se podría acercar a la idea que manejamos en nuestra mente):
  1. 1.      f. Estado de grata satisfacción espiritual y física.
  2. 2.      f. Persona, situación, objeto o conjunto de ellos que contribuyen a hacer feliz. Mi familia es mi felicidad.
  3. 3.      f. Ausencia de inconvenientes o tropiezos. Viajar con felicidad.
Es posible que digamos que sí sabemos lo que significa para nosotros diciendo que es la sensación de bienestar o la ausencia de preocupaciones o problemas. Pero, ¿en qué consiste la sensación de bienestar o de satisfacción? Realmente, ¿si no tuvieras nada por lo que preocuparte serías feliz? Es más, ¿realmente crees que es posible no tener preocupaciones de ningún tipo?
Los problemas son una parte fundamental e inherente a nuestra vida. Durante nuestra existencia nos enfrentamos a gran cantidad de situaciones que requieren una solución o elegir un camino adecuado. Pero esto no significa que el hecho de que existan las dificultades anule la posibilidad de ser feliz. ¿Alguna vez te habías planteado que ése podría ser uno de los caminos para lograr la felicidad? En efecto, enfrentarse a los problemas, esforzarse por buscar soluciones y ponerlas en práctica hasta alcanzar el éxito y sentirnos satisfechos por saber que podemos sobreponernos a las dificultades es uno de los elementos que contribuyen a alcanzar el estado de felicidad.
Por lo general, nos obcecamos en que debe ser algo con connotaciones positivas y con ausencia total de elementos negativos. Somos perfeccionistas porque todo debe ser ideal, sin ningún tipo de acontecimiento que emborrone la posibilidad de sentirnos felices. Además, mantenemos una visión infantil, alejada de la realidad, en la que no soportamos que las cosas vayan mal en ningún momento. Nos mostramos intolerantes a la frustración y ocupamos todo nuestro pensamiento en ese elemento negativo que, también, forma parte de la ansiada felicidad, aunque no lo creamos.
Nos guste o no, nuestros sentimientos, emociones y, en general, todo lo que vivimos lo calificamos en función de la comparación con otras experiencias que hemos tenido en nuestra vida. Sabemos que algo es bueno o que nos satisface porque hemos comprobado que otras cosas son malas. Nos sentimos bien porque en otras ocasiones nos hemos sentido mal. Si todo fuera positivo se convertiría en neutro y no nos generaría ningún tipo de emoción o sentimiento y, por tanto, tampoco nos sentiríamos felices.

viernes, 19 de julio de 2013

Efectos psicológicos del desempleo



Desde que somos pequeños estamos acostumbrados a tener rutinas en nuestra vida que nos organicen el día. Es más desde que nacemos necesitamos seguir unos horarios de sueño y de comida que nos permitan regular nuestro cuerpo. Pero la rutina que nos organiza la vida por excelencia es la que tiene que ver con la actividad académica o laboral. Con tres años o, incluso, antes comenzamos a ir al colegio, en la adolescencia vamos al instituto y luego a la universidad o a trabajar. Y, por lo general, tenemos un horario más o menos fijo que nos marca el resto de nuestra vida. Una jornada laboral completa son ocho horas lo que significa que, de media, pasamos una tercera parte de nuestro día trabajando. Esto hace que dediquemos otra tercera parte del día al sueño y la otra tercera parte del día nos quede para las comidas, las tareas de la casa, compras, arreglar asuntos o hacer gestiones y disfrutar de un rato ocio. Así cada semana de lunes a viernes hasta que llega el fin de semana y podemos descansar.
Ni todos somos iguales y ni las rutinas del trabajo son iguales. Es decir no todos tenemos un mismo turno de trabajo ni siempre es el mismo ni descansamos los mismos días. Pero a lo largo del tiempo nos adaptamos y formamos nuestra rutina para organizar de la mejor manera posible nuestro día.
Actualmente, lo que está pasando es que cada vez más gente se queda en el paro y recupera una tercera parte de su día de la cual antes no se tenía que preocupar. Al principio parece que es un alivio y que no vamos a tener tiempo de aburrirnos porque tenemos que arreglar un montón de papeles y buscar otro empleo. Pero al cabo de un tiempo si no hemos conseguido reincorporarnos al mercado laboral comienza a pesar la preocupación porque pensamos que hemos agotado todas las posibilidades de búsqueda y no encontramos nada. Nuestros gastos siguen siendo prácticamente los mismos y el dinero comienza a disiparse.
Paulatinamente, todas las gestiones que teníamos pendientes se van resolviendo y el tiempo libre comienza a aumentar pero como nuestro poder adquisitivo ya no es el mismo nuestra oferta de ocio se reduce.
Al final se instaura la falta de organización porque tenemos todo el día para hacer lo que está pendiente. Y cuando esto pasa, lo más fácil es que vayamos aplazando todo y terminemos por no movernos de casa o, peor aún, del sofá.
La ansiedad que crea el pensar que ya hemos hecho todo lo posible pero seguimos sin encontrar nada y que nuestro dinero se esfuma junto con la desesperación de no saber cuánto tiempo continuará esta situación hace que dejemos de plantearnos objetivos o metas y al final seamos presos de la depresión.
Al pensar de esta manera, acabamos por desistir en la búsqueda de nuevas alternativas y de opciones que pueden ser más arriesgadas como emprender algo nuevo. Desde nuestra maltrecha autoestima no somos capaces de reconocer nuestra valía y nuestras capacidades para poder hacer algo bien y que pueda mantenerse en el futuro. Por tanto, desistimos y nos encerramos en nosotros mismos.
Todo ello acaba por convertirse en un círculo vicioso en el que reina la desorganización. Los días terminan por ser todos iguales y no podemos cambiar mentalmente de aires para descansar porque todos los días son fin de semana o vacaciones, con el añadido de no poder disfrutarlas por la falta de recursos económicos y la preocupación por el estancamiento de la situación.
Además, sin darnos cuenta dejamos de ocuparnos de nosotros mismos y ya no nos cuidamos ni física ni mentalmente porque sentimos que no merece la pena o no nos sentimos con fuerzas. Dejamos de practicar deporte, dejamos de salir a la calle, ya no vemos a nuestra gente y nuestro carácter se va tornando más agrio y negativo.
Debemos ser conscientes de que estar en esta situación no es culpa nuestra si de verdad hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano por salir del bache. Mantener la actividad es importante para no dejar que nuestra autoestima se destruya. Bien sea buscando actividades que no supongan gasto o éste sea muy reducido, formarnos y dedicarnos a hacer algo que siempre nos ha gustado, realizar un voluntariado, etc. sin olvidarnos de realizar actividad física para que nuestro cuerpo sienta que tiene algo que hacer. De esta manera mantendremos una organización y podremos seguir planteándonos nuevas metas aunque las que consideramos más importantes como el encontrar trabajo, en este momento, no se cumplan. El obcecarnos con algo que no depende de nosotros al 100% es quedarse atascado y caer en un círculo de negatividad que aumenta a medida que pasa el tiempo.

martes, 9 de julio de 2013

El miembro indispensable de la familia

Desde hace décadas se ha instalado en todos los hogares y ha pasado a ser uno más. Incluso, en los últimos años, se ha convertido en familia numerosa por sí misma. Nos hace compañía, nos entretiene y nos mantiene al día de lo que queremos y de lo que no. No hay día que no la veamos en marcha. Y, mientras su aspecto se renueva cada día, su contenido se degrada de forma directamente proporcional.
Así es la televisión, ha pasado a ser un útil indispensable en nuestros hogares. Los niños crecen con los héroes de moda y juegan con los personajes de los dibujos que ven. Los jóvenes se visten igual que los actores de las series a las que están enganchados. Los adultos se alteran viendo las noticias, disfrutan viendo películas, se entusiasman con el fútbol y se evaden de su vida enterándose de la que llevan otras personas que ni siquiera conocen.
Un instrumento que tanto influye en nuestra forma de vida merece una reflexión acerca de su uso. Se trata de una herramienta muy flexible y con múltiples usos. Puede servirnos para mostrarnos la realidad y conocer otras situaciones y otros lugares. Pero, sobre todo, lo que indudablemente transmite son valores. Queramos o no, de forma indirecta, siempre se muestran valores que, según el tipo de programa, nos puede ayudar a crecer personalmente o a estancarnos.
Lo más paradójico, es que algo que llamamos medio de comunicación, en realidad, muchas veces, nos lleva a la incomunicación. Cuántas familias comen y/o cenan viendo la televisión. Nuestro ritmo de vida hace que siempre estemos ocupados y uno de los pocos momentos para encontrarnos con nuestra familia suele ser la hora de la comida y de la cena. Algunas veces, incluso, sólo en una de estas ocasiones.
El panorama en muchas familias acaba siendo muy parecido a este. “Ponemos la mesa, nos sentamos a comer y encendemos la televisión. Comenzamos a comer, comentamos lo que estamos viendo pero no mucho porque si no perdemos el hilo. Si acaso, se comenta algo de lo sucedido durante el día y nada más. Si hay anuncios, dejamos el cubierto en la mesa para coger el mando, hacemos “zapping” y nos quejamos de que la publicidad es un incordio. Dejamos el mismo canal que teníamos antes, posamos el mando de la televisión y seguimos comiendo. Terminamos de comer, recogemos y cada uno de vuelta a su vida. Y, si es posible, una siesta viendo la televisión que acompaña con el soniquete.” En el caso de que haya niños la modalidad es mandar al niño comer porque se queda atontado con la boca abierta viendo la televisión y, si le da por contar algo, se le manda callar porque no deja escuchar bien.
Es posible que en algún momento haya algo interesante o importante que queramos oír. Pero reconozcamos que no todo tiene la misma importancia. Cada día que se repite este capítulo se produce una ruptura de la comunicación. A veces, pensamos que no tenemos nada que contar y que nos apetece distraernos porque estamos cansados. Necesitamos evadirnos de la realidad y no pensar en nada más.
Por muy cansados que estemos nuestra pareja o hijos nos siguen importando y pertenecen a nuestra realidad. Después de todo un día sin verlos, quizá, merezcan un poco de nuestra atención. Si no hablamos con nuestras parejas poco a poco desconectaremos de su vida. Cada vez tendremos menos que decir y se acabará convirtiendo en un perfecto desconocido. Los hijos también necesitan atención y mucho más que la pareja. Están creciendo y aprendiendo unas pautas de comportamiento y de comunicación. Si se sienten escuchados, aprenderán a valorar el escuchar a los demás. De lo contrario, no sabrán escuchar a otros en un futuro. Además, aprenden a expresarse y mostrar sus emociones, sus tristezas, alegrías y miedos. Puede que “tengamos muy vista” a nuestra pareja pero no saber cómo son o qué hacen nuestros hijos puede traer consecuencias porque somos responsables de lo que ocurre en su infancia.

Probemos a apagar a nuestro familiar postizo y escuchar lo que tienen que contarnos las personas que más apreciamos. Descubriremos lo satisfactorio y placentero que es sentir que formamos parte de la vida de otros y que éstos cuentan con nosotros.

sábado, 6 de julio de 2013

Disfrutar de las vacaciones sin morir en el intento

Llega el verano y con él la temporada de las vacaciones estivales, las más deseadas pero, también, las más reñidas.
Durante el año establecemos una rutina que prácticamente gira en torno al trabajo. Pensamos y organizamos nuestro tiempo en torno a la jornada laboral y el rato que nos queda libre lo aprovechamos para hacer aquello que nos da tiempo y que no siempre son actividades de ocio.
En verano todo cambia. Los niños tienen vacaciones y se alteran las rutinas. Parece que todo es más relajado e intuimos que nos lo vamos a tomar todo con más calma que el resto del año.
Sin embargo, el preparar las vacaciones no es un asunto baladí. Lo primero de todo es saber el tiempo del que disponemos y el presupuesto con el que contamos para saber cuáles son las opciones que tenemos. Si comenzamos a soñar con unas vacaciones que no podemos pagar aquí llegará la primera frustración.
Otra cuestión a tener en cuenta es que no podemos llevarnos el trabajo en nuestra cabeza de vacaciones. Es un momento para desconectar y si mezclamos el ocio con el estrés éste último se apoderará de nuestro período vacacional y no podremos dejar de pensar en lo que estaríamos haciendo o lo que tendremos que hacer cuando volvamos para ponernos al día. Si no nos olvidamos del trabajo por unos días no disfrutaremos de las vacaciones y volveremos como si no nos hubiésemos marchado o peor aún.
Lo siguiente es saber con quién nos vamos a ir. Con amigos, en pareja, en familia o solos. Si vamos solos no tendremos problemas para organizarnos ya que todas las decisiones recaerán sobre nosotros mismos. Si vamos acompañados tendremos que ajustar días y ponernos de acuerdo con las preferencias de todos. Siempre debemos estar dispuestos a negociar pero si no estamos de acuerdo en absoluto con algo es mejor que lo digamos o que no nos sumemos al plan puesto que corremos el riesgo de crear tensión y acabar discutiendo durante todo el tiempo que duren las vacaciones.
En el caso de ir con nuestra pareja o familia tenemos que tener claro que este tiempo es para relajarse y disfrutar, y para reforzar la relación pero no para salvarla. A menudo, lo que ocurre es que las expectativas de unos y otros no se ponen en común y acabamos llevándonos una sorpresa no muy agradable. Cuando tenemos mucho estrés acumulado fantaseamos sobre las vacaciones y lo bien que nos lo vamos a pasar, cuántas cosas vamos a hacer y lo mucho que vamos a descansar. Pero, normalmente, hacemos los planes a nuestra medida sin contar con lo que le gustaría a la otra persona o, incluso, olvidando que nos llevamos a nuestros hijos. Muchas veces estamos acostumbrados a tener una relación más bien escasa con nuestra familia durante el año simplemente por la falta de tiempo. Así que lo único que hacemos es acumular las preocupaciones y los problemas diariamente sin compartirlos y damos por hecho que en las vacaciones se van a esfumar y vamos a volver como nuevos.
En cambio, lo que ocurre es que la otra parte de la pareja llega igual; con sus propias expectativas y con todo ese torrente de ansiedad y problemas que quiere quitarse de encima como si fueran moscas. En ningún momento nos paramos a pensar que la otra persona hubiese pensado lo mismo que nosotros, hacer lo que quiera, descansar y no preocuparse de nada ni nadie más. Así es que nos encontramos con una pareja que no quiere hacer nada de lo que nosotros queremos, que no nos comprende, que dice estar cansado y estresado y que sólo quiere estar tranquilo (o tranquila). Y puede que también nos encontremos con unos niños que no se cansan nunca de gritar, de pedir cosas y de pelearse con sus hermanos, que no nos dejan dormir y que requieren atención treinta horas al día.
De repente, todas nuestras ilusiones se rompen y la ansiedad aumenta con la frustración que sentimos. Comenzamos a sentir que “estábamos mejor en casa”, que “esto no es descanso ni es nada”, que “no lo podemos soportar más” y que ojalá se terminen pronto. Y a todo ello sumémosle que no podemos separarnos de este ambiente que se ha creado y que cada vez se nota más cargado. Como nuestro humor ha cambiado también la manera de relacionarnos con los demás ha cambiado y se nota un ambiente hostil que puede ir en aumento.
Para que nuestro tiempo de vacaciones no sea un desastre lo mejor es tener todos estos puntos bien definidos y asumir que no hay nada perfecto pero que, si nos lo proponemos, podemos pasar unas vacaciones magníficas y volver casi como si nos hubiésemos tomado un año sabático.

jueves, 4 de julio de 2013

Persuasión y manipulación

Cada día nos levantamos con la incertidumbre y el temor de lo que nos depara esta situación de crisis. Cada semana el gobierno nos informa de nuevas medidas que nos ayudarán a salir de ella, no sin un “pequeño” esfuerzo por nuestra parte.
Pero, ¿qué es lo que ocurre para que no haya una oposición más fuerte por parte de los ciudadanos? Desde hace muchos años, la psicología social ha estudiado cuáles son los procesos que hacen que aceptemos lo que nos dicen sin apenas cuestionárnoslo, que fomentan nuevos estilos de vida, que nos incitan a comprar más y más productos y, cómo no, que hacen que los políticos sigan ganando elecciones y gozando de prestigio y autoridad y nos sigan imponiendo sus medidas y su verdad, sean del color que sean. Se trata de la persuasión.
En la actualidad, tenemos un fondo sobre el que se actúa, llamado “Crisis”. Esto nos predispone a aceptar en nuestra mente que es necesario adoptar una serie de medidas que suponen reajustes y ahorro. Debemos conceder parte de lo que tenemos para salir de esta situación por el bien de todos. Lo que nadie se esperaba era que esa concesión abarcara también una serie de derechos que deberían ser intocables, como la sanidad o la educación.
Una vez puesta esa predisposición, por parte de los ciudadanos, en bandeja, el camino es mucho más fácil. Por un lado, la situación de autoridad que tienen los gobernantes que hace que sean quienes tienen el control definitivo para aplicar unas medidas u otras. Por si nos queda alguna duda, lo han demostrado con hechos aprobando algunas nuevas leyes que con una rapidez vertiginosa. Eso ya nos crea una indefensión que hace que, por mucho que nos opongamos, quien tiene la última palabra no somos nosotros. Así que se produce una sensación en la que sentimos que hagamos lo que hagamos no podremos cambiar nada. A esto se le llama “indefensión aprendida” y su resultado es la extinción de la motivación necesaria para intentar cambiar una situación no deseada.
Por otro lado, los mensajes que nos emiten siempre tienen un lado emocional, ya que todo lo que se hace va a resultar en un beneficio para los ciudadanos, nosotros. El lema es que “el esfuerzo tiene recompensa”. Y resulta que ese mensaje nos es muy familiar porque nos lo han inculcado desde la infancia nuestros padres, profesores y todos los adultos, en general. Además, nos muestran los beneficios o consecuencias positivas de las medidas: ahorro, combatir la crisis, reconocimiento y validación del altruismo y la generosidad de los ciudadanos, avanzar y volver a la situación (que ahora creemos) ideal que vivimos hace unos años cuando “España iba bien”.
Cómo guinda del pastel nos encontramos con la manera en que se comunican las medidas más delicadas o polémicas. Mucho tiempo antes se lanza una noticia con el proyecto que se está preparando con lo que ya nos están preparando para cuando llegue el momento. Normalmente son medidas con una intensidad muy elevada o muy duras, casi desproporcionadas. Lo lógico es que la gente se ponga a la defensiva y proteste. Pero en realidad, esta reacción está premeditada y ya se ha contado con ello. El paso siguiente es que al cabo de un tiempo vuelve a aparecer esa misma noticia y ya estamos “acostumbrados” a ella, nos resulta familiar, con lo que nos indigna un poco menos. Y por si fuera poco, se acompaña de una “rebaja” en las duras medidas iniciales. Con esto se produce un alivio en los ciudadanos que perciben que se han librado de una buena y qué remedio queda que aceptar esa “rebaja” sabiendo que podría haber sido peor. Pero no nos engañemos, el propósito principal era lo que se ha aceptado finalmente.
Y todo esto, acompañado de la repetición continua e insistente, hace que seamos mucho más vulnerables y que sea más fácil acatar aquello que nos imponen sin mucho esfuerzo. Pero si permanecemos atentos y analizamos cuidadosamente la información que nos dejan caer con cuentagotas sin dejarnos distraer con técnicas sibilinas podemos desarrollar nuestra capacidad crítica y ver que el proceso casi siempre es el mismo. Los ciudadanos aún podemos decidir nuestro futuro por mucho que nos hagan creer lo contrario.