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miércoles, 3 de diciembre de 2014

Los hombres no tienen derecho a sentir

Los hombres no lloran, tienen que ser fuertes para proteger a las mujeres y a los niños. Un hombre que llora es débil o, peor aún, afeminado. Los hombres son fuertes porque no se quiebran por nada. Mantienen la compostura y no se dejan llevar por sus emociones, como las mujeres. Por eso, deben aprender desde pequeños que cuando se caen o se hacen daño no pueden llorar porque eso sólo lo hacen las niñas. Y no se pueden parecer a las niñas porque ellas son débiles y cursis.

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Se educa a los niños para que sean fuertes y no se quiebren por nada.

Este tipo de ideas aún subyace en la vida y en el comportamiento de algunas personas y, de manera deseada o no, siguen actuando de tal forma. A lo largo del tiempo, los hombres han sido educados en la negación y en la represión de sus emociones. Se les ha inculcado que los sentimientos y emociones que experimentamos de manera automática ante determinados acontecimientos o situaciones son vergonzosos y no se deben mostrar porque es motivo de mofa y rechazo. Tradicionalmente se ha asumido que los afectos son sólo cosa de mujeres y son ellas las únicas que pueden mostrar este tipo de reacciones.
La falta de reconocimiento de que los hombres puedan experimentar emociones es un derecho que se niega. La obligación de no mostrar los sentimientos hace que se corte la comunicación con quienes están alrededor y con uno mismo. Anular una parte importante de la propia persona por vergüenza y por creer que es inadecuado provoca auto-recriminaciones cada vez que aparece, con su consecuente sufrimiento. Sin embargo, es algo imposible de parar y sólo quienes padecen alexitimia son capaces de mantener las emociones “en silencio”.
Ese dogma que se inculcó en los hombres se transmitió generación tras generación y marcó una brecha entre hombres y mujeres. Expresar emociones para un hombre era negativo y humillante porque sólo lo hacían las mujeres. Por tanto, parecerse a una mujer también era humillante. Y de ahí a pensar que ser una mujer también era algo malo era una deducción fácil de encajar en esa doctrina machista.
Entre la amenaza de la humillación y el enaltecimiento de la valentía mostrada en la fuerza muchos niños se convirtieron en hombres adultos incapaces de mostrar su lado sensible. Más aún, algunos aprendieron a expresar solamente ira, agresividad, fuerza y sometimiento, dejando de lado la empatía. La represión de las emociones negativas puede hacer que no se canalicen bien y que las personas pierdan los papeles o que se comporten de una forma que no se corresponde con lo que están sintiendo en ese momento. Un ejemplo muy común es mostrar enfado cuando se está triste o despreciar las muestras de cariño de otras personas por no parecer un blando.
Así es que en la actualidad nos preguntamos si hombres y mujeres sentimos diferente. En realidad, lo que cambia es la manera en la que aprendimos a expresarnos. Por eso, algunos hombres permanecen callados y no quieren a nadie alrededor cuando están tensos o estresados. Procuran calmarse por su cuenta sin dar explicaciones y, cuando alguien les pregunta, se puede encontrar con una mala contestación.

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Algunos hombres han aprendido a asimilar sus emociones aislándose esperando que pase el temporal

Este hecho también se refleja en las relaciones de pareja en las que los hombres son más reacios a expresar sus emociones bien escudándose en que son cursilerías o bien, que la pareja ya sabe lo que siente. Si la discrepancia entre los dos miembros de la pareja en cuanto a este ámbito es muy grande puede acabar siendo un punto débil de la relación ya que se instala una barrera en la comunicación que, si no se rompe, puede originar problemas de inseguridad, desconfianza, celos, etc.

Desde luego que todos, independientemente del género, tenemos una manera de expresarnos y podemos ser más reservados o más comunicativos. Nuestra personalidad depende de nuestros genes pero, sobre todo, de lo que hemos aprendido desde que nacimos. Por suerte, la capacidad de aprender no se pierde nunca y siempre estamos a tiempo de darle un nuevo enfoque a nuestra forma de sentir y de expresarnos que sea más adecuada y que nos permita vivir de una manera más satisfactoria.

lunes, 5 de agosto de 2013

La utopía de la felicidad es la infelicidad: II



En el anterior artículo reflexionamos sobre una de las razones principales que nos impiden alcanzar la felicidad: nosotros mismos y nuestra propia definición del concepto.
Existe otra razón por la que nos cuesta tanto hallar la felicidad. Una vez que ya sabemos qué es lo que necesitamos o cuáles son los elementos de nuestra vida que nos hacen felices debemos enfrentarnos a la sociedad. Aunque el espíritu y la creencia popular dice que todos debemos encontrarla, también, nos indica que es imposible y que es un camino infinito. Nos impone su búsqueda a la vez que nos impide alcanzarla. Trata de definirla de manera única para todos, puesto que, establece lo que debemos tener y lo que no y cómo debemos ser para sentirnos satisfechos o a gusto con nosotros mismos.
¿De qué manera nos impide lograr nuestra quimera? A lo largo del tiempo nos han inundado de mensajes del tipo: esto no es vida, cualquier tiempo pasado fue mejor, estos tiempos no son buenos, a dónde vamos a llegar con la situación que tenemos, etc. El tiempo se divide en tres partes; un presente maltrecho que nos lleva a un futuro sin ninguna esperanza y un pasado en el que elegimos recordar lo bueno y olvidar lo malo para poder tener un punto de comparación y saber que en algún momento existió algo positivo.
¿Por qué hacemos esto? Porque donde vivimos es en el momento presente y en nuestra vida acompañan las emociones. No somos capaces de ver los acontecimientos de una manera objetiva porque somos seres emocionales y nuestra visión está empañada por cómo nos afectan las cosas tanto individualmente como socialmente. Y en función, de esta vivencia, intuimos que el futuro seguirá la misma dirección pero de forma amplificada.
Por eso, como habitualmente manejamos una sensación de insatisfacción general por creer que todo debería ser de otra forma y que podríamos estar o sentirnos mejor pensamos que no lo estamos haciendo bien y, en lugar de pensar en un cambio, anticipamos un futuro negativo o, incluso, “catastrófico”.
Lo cierto es que nadie puede predecir el futuro pero si nos empeñamos en creernos que todo va a seguir en esa dirección no nos preocuparemos ni tendremos la más mínima intención de cambiar el curso de los acontecimientos. En consecuencia, se cumplirá y confirmaremos lo que habíamos “adivinado” que iba a ocurrir.
¿Qué ocurre con el pasado? La vivencia del pasado ya no va a cambiar y nuestra visión también está impregnada de emociones pero emociones pasadas. Al recordar, nuestro cerebro va acomodando la realidad y va haciendo que procesemos los recuerdos negativos como algo no tan malo y que nos quedemos con los positivos porque son con los que nos sentimos bien. Si el pasado también fuera totalmente negativo acabaríamos extremadamente deprimidos y, puede que sin ninguna esperanza para seguir viviendo.

lunes, 29 de julio de 2013

La utopía de la felicidad es la infelicidad I

En la mente de todos ronda siempre un objetivo al que aspiramos: ser feliz. Lo que aparentemente es un deseo, se convierte en un axioma obligatorio que en algunos casos puede llegar a convertirse en la búsqueda del Santo Grial.
Y es que no hay camino más infeliz que una búsqueda obsesiva tratando de encontrar aquello que consideramos felicidad. Llenamos nuestro cuerpo de ansiedad y sembramos nuestro camino de obstáculos que nos hacen retroceder constantemente. Como resultado, conseguimos justo lo contrario y, por eso, la búsqueda se convierte en algo interminable, algo así como una quimera.
Pero, ¿por qué nos ocurre esto? Existen dos razones fundamentales que lo explican. Al parecer, todos tenemos una idea muy clara de lo que es la felicidad y, si nos preguntan si sabemos qué es la felicidad, rápidamente contestaremos que sí con una gran sonrisa. Pero si nos piden que lo describamos, probablemente, esa sonrisa se borre de nuestro rostro y nos demos cuenta de que lo que imaginamos no es más que una serie de imágenes vagas, borrosas e inconexas o ni siquiera eso. El problema es que no lo hemos definido, no sabemos lo que es y, por tanto, no sabemos lo que queremos.
El punto de partida es saber conceptualizar qué es para nosotros la felicidad. No existe una definición para todos, excepto la del diccionario, que en el caso de la RAE, en su próxima edición, la vigésimo tercera, se define con tres acepciones (elijo ésta porque es la que más se podría acercar a la idea que manejamos en nuestra mente):
  1. 1.      f. Estado de grata satisfacción espiritual y física.
  2. 2.      f. Persona, situación, objeto o conjunto de ellos que contribuyen a hacer feliz. Mi familia es mi felicidad.
  3. 3.      f. Ausencia de inconvenientes o tropiezos. Viajar con felicidad.
Es posible que digamos que sí sabemos lo que significa para nosotros diciendo que es la sensación de bienestar o la ausencia de preocupaciones o problemas. Pero, ¿en qué consiste la sensación de bienestar o de satisfacción? Realmente, ¿si no tuvieras nada por lo que preocuparte serías feliz? Es más, ¿realmente crees que es posible no tener preocupaciones de ningún tipo?
Los problemas son una parte fundamental e inherente a nuestra vida. Durante nuestra existencia nos enfrentamos a gran cantidad de situaciones que requieren una solución o elegir un camino adecuado. Pero esto no significa que el hecho de que existan las dificultades anule la posibilidad de ser feliz. ¿Alguna vez te habías planteado que ése podría ser uno de los caminos para lograr la felicidad? En efecto, enfrentarse a los problemas, esforzarse por buscar soluciones y ponerlas en práctica hasta alcanzar el éxito y sentirnos satisfechos por saber que podemos sobreponernos a las dificultades es uno de los elementos que contribuyen a alcanzar el estado de felicidad.
Por lo general, nos obcecamos en que debe ser algo con connotaciones positivas y con ausencia total de elementos negativos. Somos perfeccionistas porque todo debe ser ideal, sin ningún tipo de acontecimiento que emborrone la posibilidad de sentirnos felices. Además, mantenemos una visión infantil, alejada de la realidad, en la que no soportamos que las cosas vayan mal en ningún momento. Nos mostramos intolerantes a la frustración y ocupamos todo nuestro pensamiento en ese elemento negativo que, también, forma parte de la ansiada felicidad, aunque no lo creamos.
Nos guste o no, nuestros sentimientos, emociones y, en general, todo lo que vivimos lo calificamos en función de la comparación con otras experiencias que hemos tenido en nuestra vida. Sabemos que algo es bueno o que nos satisface porque hemos comprobado que otras cosas son malas. Nos sentimos bien porque en otras ocasiones nos hemos sentido mal. Si todo fuera positivo se convertiría en neutro y no nos generaría ningún tipo de emoción o sentimiento y, por tanto, tampoco nos sentiríamos felices.

miércoles, 17 de abril de 2013

Los celos



Los celos son un sentimiento normal que expresa nuestra inseguridad. Surgen por la comparación con los otros. En esa comparación salimos perdiendo porque comparamos las mejores cualidades que tienen los demás con nuestros mayores defectos. En ese gesto se refuerza nuestra propia inseguridad y el miedo a perder a quien queremos.
Esto no significa que los celos sean una buena señal porque así se demuestra que nos quieren o que queremos a alguien. En realidad, es una forma errónea de comunicarse. En lugar de hacer cumplidos, decir lo que se pensamos o expresar nuestros propios sentimientos y emociones nos lo callamos y nos carcomemos por dentro dejándonos vencer por la comparación.
Puede que en nosotros mismos o en el otro exista una sensación de dejadez, de insatisfacción y de que no es suficiente lo que se dice. Esa creencia puede volverse manifiesta a través de nuestra manera de actuar. Esto acabaría por envolver la relación y sumirla en un círculo vicioso donde se percibe como mucho más real la posibilidad de que se alejen de nosotros.
Paradójicamente los celos son la manera más rápida de perder a quien nos importa. Para evitar entrar en la espiral de la inseguridad, de la obsesión por el otro del control y del agobio constante lo mejor es cambiar nuestra comunicación.
Estamos acostumbrados a que socialmente se sancionen las expresiones positivas y las emociones. Cuando alguien se pone sentimental le decimos que se pone cursi, ñoño, pasteloso, etc. ¡Y no digamos si encima se trata de un hombre! Estamos acostumbrados a burlarnos y reírnos ante este tipo de expresiones,  muchas veces, porque no sabemos recibirlas o aceptarlas y nos ponemos aún más nerviosos que quien las comunica. Es nuestra manera de protegernos porque la falta de costumbre hace que nos sintamos como si estuviésemos desnudos ante la sinceridad ajena.
En cambio sí estamos preparados para las críticas negativas y no constructivas. Convivimos a diario con ellas y es en lo primero que nos fijamos. Nos defendemos atacando para hacer notar los defectos de los demás con la intención de que nadie se fije en los nuestros ya que, implícitamente, creemos que los nuestros son peores.
Así pues, cuando es el momento de decir algo positivo no sabemos y nos sentimos inseguros porque creemos que no lo van a valorar e, incluso, que nos harán daño. Esa inseguridad hace que callemos cosas o utilicemos el sarcasmo como defensa. El miedo hace que no nos enfrentemos a lo que tememos y, por tanto, en nuestro interior crece la inseguridad y el miedo, convirtiéndose en un bucle.
Por otro lado, también es posible que los celos sean provocados desde fuera. Cuando alguien no se siente suficientemente querido intenta llamar la atención de la manera que se le ocurre y, entre las posibilidades, está el despertar los celos. Igualmente se está produciendo un fallo en la comunicación y se inicia de nuevo el círculo vicioso; esta vez provocado desde la otra parte pero con el mismo resultado. A la larga, la confianza va mermando y la relación se deteriora hasta que se rompe por completo.
No debemos confundir los celos patológicos. Estos parten de la inseguridad y de una convicción firme de que uno está siendo engañado (con indicios o sin ellos). Se convierte en un deseo de posesión y de miedo extremo a sentirse humillado o perder a la persona de la que se depende afectivamente. Las conductas pueden llegar a ser violentas o convertirse en malos tratos y llevar a la otra persona al aislamiento total por ceder al control desmesurado que se ejerce sobre él o ella.
Lo mejor que podemos hacer cuando nos sintamos celosos es tratar de razonar si de verdad hay un riesgo real de perder a quien queremos. Pensar en las cosas que podríamos mejorar de nosotros mismos para sentirnos más a gusto y aumentar la autoestima. Y, por supuesto, mejorar nuestra comunicación y expresar nuestros verdaderos sentimientos sin miedo; tanto las dudas, preocupaciones y temores como los elogios, el cariño y el amor.

jueves, 11 de abril de 2013

¿Qué son los procesos cognitivos del cerebro?



Desde que nacemos empezamos a aprender. Lo que vivimos va pasando a ser parte de nuestra historia y esa historia es lo que va determinando las decisiones y nuestro comportamiento en el futuro.
La historia se crea a través de nuestra memoria. La memoria son recuerdos y los recuerdos se elaboran con las sensaciones que entran por nuestros cinco sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Las sensaciones son corrientes nerviosas que llegan a nuestro cerebro y éste las percibe y las interpreta. Así, podemos distinguir imágenes, sonidos, olores, sabores y texturas, y, además, podemos determinar si nos gustan o no mediante las experiencias, y las emociones que nos evocan.
Los recuerdos no son algo exacto sino que son pequeños fragmentos de lo que ocurrió que se acumulan en nuestro cerebro. Somos nosotros mismos los que nos encargamos de reconstruir la vivencia para darle un sentido completo a esos pequeños fragmentos que conservamos. Esa es la razón por la que cuando nos juntamos con amigos o familiares y recordamos anécdotas siempre hay puntos de desacuerdo. Los hay que no recuerdan nada, los que exageran, los que quitan importancia, los que creen recordarlo perfectamente, etc… Según cómo nos afectara emocionalmente así se fijó en nuestra memoria y construimos el recuerdo con esa importancia que tuvo para nosotros.
La manera en que construimos los recuerdos es mediante el lenguaje, los convertimos en historias. La palabra es una de las principales formas de comunicarnos, aunque no la que más utilizamos. Nos relacionamos con los demás a través de dos mecanismos: la comunicación verbal y la no verbal. La comunicación verbal es la que realizamos mediante palabras y la no verbal son los mensajes que emitimos y captamos mediante otros elementos como la postura de nuestro cuerpo, los gestos, la mirada, el aspecto físico, nuestro tono de voz e, incluso, los silencios. Se dice que, aproximadamente, la comunicación no verbal ocupa un 10% de la comunicación y la no verbal el 90%. Pero, a pesar de utilizar las palabras en un porcentaje tan pequeño son indispensables para nosotros. Apenas podríamos decir nada a otra persona si no fuésemos capaces de elaborar un mensaje con sentido lógico y pensando bien el objetivo que queremos lograr con nuestra comunicación. Si utilizamos las palabras equivocadas, aunque nuestro lenguaje corporal sea el correcto, lo que conseguiremos será contradecirnos y no nos haremos entender.
Por eso, debemos pensar antes lo que queremos transmitir. El pensamiento es lo que pasa por nuestra mente. La mayoría de la información  que pasa lo hace en forma de imágenes, sonidos y/o palabras. En nuestro pensamiento tendríamos algo así como un traductor de sensaciones, emociones, deseos, impulsos, etc. Lo que nos pasa, por dentro y por fuera, llega al pensamiento y se traduce en palabras para que lo podamos entender. ¿Cuántas veces sentimos algo y no sabemos lo que nos pasa hasta que no conseguimos describirlo? Una vez que podemos ponerle palabras, definirlo, somos capaces de entenderlo, explicárselo a los demás y actuar en consecuencia, es decir, conseguimos razonarlo. Hasta entonces parece que la intranquilidad crece dentro de nosotros. Ese traductor es el razonamiento y también modula la intensidad de todo eso que nos pasa para que no nos afecte de una forma desmesurada y lo sepamos afrontar y comunicar correctamente.
Todas estas funciones: la sensación y atención, la percepción, la memoria, el lenguaje, el pensamiento y el razonamiento es lo que denominamos los procesos cognitivos del cerebro. Es decir, son las principales funciones que desempeña nuestra mente. A simple vista parece que es algo bastante sencillo porque, a diario, realizamos con éxito estas tareas de manera automática. Pero, en realidad, cada una de ellas se compone de subprocesos que a su vez se dividen en muchos otros procesos más pequeños hasta que llegamos lo más básico de nuestra anatomía cerebral, la neurona. ¡Y ella también hace varias tareas! Pero eso es otro tema…