Todos,
alguna vez, hemos fantaseado con la posibilidad de saber lo que está pensando
quien tenemos en frente. Creemos que leer la mente de los demás sería la
solución a todas las dudas e inseguridades que tenemos pero no nos damos cuenta
de que, en realidad, eso ya lo hacemos.
La
paradoja es que la lectura que nosotros hacemos es lo que nos produce esa
inseguridad y provoca conflictos en la (in)comunicación. Lo que nos gustaría es
saber exactamente por qué alguien actúa de la manera que lo hace para poder
entender cómo y por qué nos afecta a nosotros mismos. Lo sencillo sería
preguntar ante la duda pero, por ser tan obvio, no lo hacemos y preferimos
imaginarlo. También es cierto, que no podemos estar siempre preguntando a los
otros por la razón de sus actos, sería absurdo.
En
la comunicación la mayoría de los mensajes son subjetivos, tienen un valor
diferente y único para cada uno de los interlocutores. El significado o la
intención de las palabras puede variar dependiendo del contexto pero también de
nuestra personalidad o de nuestro estado de ánimo. Cuando conocemos a las
personas con las que nos relacionamos tenemos un esquema de cómo son y cómo se
comportan y, en función de eso, interpretamos lo que nos dice y lo que hace. La mayoría de las ocasiones, hay
un acuerdo entre las dos partes y la comunicación es buena.
Estos
esquemas los creamos nosotros mismos y son totalmente arbitrarios. Se
construyen a base de nuestra experiencia y de nuestra percepción. Pero la
percepción no es objetiva ni mucho menos; lo primero es que nosotros nos
fijamos en aquello que nos interesa y, después, le damos un significado
emocional. Por eso a veces la verdadera
intención del interlocutor y la percibida por nosotros no coincide y fracasa la
comunicación.
El
fracaso, en este punto, se suele dar cuando nos afecta el comportamiento de las
otras personas. Si algo nos afecta, especialmente, de forma negativa buscamos
una explicación en la otra persona atribuyendo una intención y asignándole unos
pensamientos que a menudo no tienen nada que ver con la realidad.
Por
ejemplo, si alguien nos hace daño no creemos que sea mala persona pero sí
creemos que sabe lo que ha hecho y el efecto que ha provocado en nosotros. En
consecuencia, pensamos que le da igual y que es muy egoísta por su parte haber
actuado de esa manera. A su vez, nosotros nos sentimos mal porque, debido a
nuestra interpretación, la única solución que nos queda es pensar que no le
importamos lo suficiente a esa persona que nos ha herido. Y eso nos hace
sentirnos aún peor. El razonamiento subyacente es que si alguien importante
para nosotros nos hace daño es porque en realidad no nos quiere lo suficiente o
no nos respeta y, por tanto, nos sentimos solos, abandonados y desprotegidos.
Ahora
bien, ¿la otra persona, el
malintencionado, dónde queda? En toda esta vorágine de pensamientos
negativos en que nos hemos metido no hemos pensado ni por un momento en
comprobar si es cierto lo que pensamos y, mucho menos, se nos ha pasado por la
cabeza expresar nuestro malestar. Pero lo que sí hacemos es actuar conforme a nuestra
particular interpretación de los actos de la otra persona. Probablemente,
nuestro interlocutor ni se haya dado cuenta del efecto que nos ha causado
porque el significado se lo dimos nosotros mismos en función de nuestro estado
de ánimo y nuestras circunstancias personales.
Así
pues, ver nuestra reacción (en concordancia con lo que creemos pero en
disonancia con la verdadera intención del otro), será cuanto menos
sorprendente. ¿Qué le queda al otro? Las mismas alternativas que nosotros
tuvimos en un principio: interpretar o preguntar.
Si
pregunta se podrá restablecer la comunicación y solucionar el conflicto. Si
interpreta o intenta leer nuestro pensamiento iniciará por su parte otra
espiral de pensamientos negativos que llevarán a una ruptura total en la
comunicación y a un conflicto aún mayor.
A
menudo nos quejamos de nuestra falta de tiempo y del estrés que esto nos
genera. Sin querer, nos dedicamos a perderlo intentado leer la mente de otras personas,
olvidándonos de buscar evidencias de la realidad que presuponemos y sin
preguntar a los interesados si es cierto o no lo que imaginamos llegando a la
incomunicación y a la soledad, absurdamente, autoimpuesta.
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