martes, 17 de abril de 2012

Lectura de pensamiento


Todos, alguna vez, hemos fantaseado con la posibilidad de saber lo que está pensando quien tenemos en frente. Creemos que leer la mente de los demás sería la solución a todas las dudas e inseguridades que tenemos pero no nos damos cuenta de que, en realidad, eso ya lo hacemos.
La paradoja es que la lectura que nosotros hacemos es lo que nos produce esa inseguridad y provoca conflictos en la (in)comunicación. Lo que nos gustaría es saber exactamente por qué alguien actúa de la manera que lo hace para poder entender cómo y por qué nos afecta a nosotros mismos. Lo sencillo sería preguntar ante la duda pero, por ser tan obvio, no lo hacemos y preferimos imaginarlo. También es cierto, que no podemos estar siempre preguntando a los otros por la razón de sus actos, sería absurdo.
En la comunicación la mayoría de los mensajes son subjetivos, tienen un valor diferente y único para cada uno de los interlocutores. El significado o la intención de las palabras puede variar dependiendo del contexto pero también de nuestra personalidad o de nuestro estado de ánimo. Cuando conocemos a las personas con las que nos relacionamos tenemos un esquema de cómo son y cómo se comportan y, en función de eso, interpretamos lo que nos dice y  lo que hace. La mayoría de las ocasiones, hay un acuerdo entre las dos partes y la comunicación es buena.
Estos esquemas los creamos nosotros mismos y son totalmente arbitrarios. Se construyen a base de nuestra experiencia y de nuestra percepción. Pero la percepción no es objetiva ni mucho menos; lo primero es que nosotros nos fijamos en aquello que nos interesa y, después, le damos un significado emocional.  Por eso a veces la verdadera intención del interlocutor y la percibida por nosotros no coincide y fracasa la comunicación.
El fracaso, en este punto, se suele dar cuando nos afecta el comportamiento de las otras personas. Si algo nos afecta, especialmente, de forma negativa buscamos una explicación en la otra persona atribuyendo una intención y asignándole unos pensamientos que a menudo no tienen nada que ver con la realidad.
Por ejemplo, si alguien nos hace daño no creemos que sea mala persona pero sí creemos que sabe lo que ha hecho y el efecto que ha provocado en nosotros. En consecuencia, pensamos que le da igual y que es muy egoísta por su parte haber actuado de esa manera. A su vez, nosotros nos sentimos mal porque, debido a nuestra interpretación, la única solución que nos queda es pensar que no le importamos lo suficiente a esa persona que nos ha herido. Y eso nos hace sentirnos aún peor. El razonamiento subyacente es que si alguien importante para nosotros nos hace daño es porque en realidad no nos quiere lo suficiente o no nos respeta y, por tanto, nos sentimos solos, abandonados y desprotegidos.
Ahora bien, ¿la otra persona, el malintencionado, dónde queda? En toda esta vorágine de pensamientos negativos en que nos hemos metido no hemos pensado ni por un momento en comprobar si es cierto lo que pensamos y, mucho menos, se nos ha pasado por la cabeza expresar nuestro malestar. Pero lo que sí hacemos es actuar conforme a nuestra particular interpretación de los actos de la otra persona. Probablemente, nuestro interlocutor ni se haya dado cuenta del efecto que nos ha causado porque el significado se lo dimos nosotros mismos en función de nuestro estado de ánimo y nuestras circunstancias personales.
Así pues, ver nuestra reacción (en concordancia con lo que creemos pero en disonancia con la verdadera intención del otro), será cuanto menos sorprendente. ¿Qué le queda al otro? Las mismas alternativas que nosotros tuvimos en un principio: interpretar o preguntar.
Si pregunta se podrá restablecer la comunicación y solucionar el conflicto. Si interpreta o intenta leer nuestro pensamiento iniciará por su parte otra espiral de pensamientos negativos que llevarán a una ruptura total en la comunicación y a un conflicto aún mayor.
A menudo nos quejamos de nuestra falta de tiempo y del estrés que esto nos genera. Sin querer, nos dedicamos a perderlo intentado leer la mente de otras personas, olvidándonos de buscar evidencias de la realidad que presuponemos y sin preguntar a los interesados si es cierto o no lo que imaginamos llegando a la incomunicación y a la soledad, absurdamente, autoimpuesta.

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