lunes, 30 de abril de 2012

Los defectos de la perfección


El perfeccionismo es la creencia de que la perfección existe y debe ser alcanzada. Es una lucha constante por mejorar que puede llegar a convertirse en algo patológico. Las personas que son excesivamente perfeccionistas nunca están satisfechas con lo que hacen porque piensan que siempre se puede mejorar. Hace tiempo, leí una entrevista que se le hacía a Woody Allen. Decía que cuando empieza a rodar una película está convencido de que va a ser lo mejor que ha hecho en su vida. En cambio, una vez terminada piensa que se siente avergonzado de su trabajo y que ojalá hubiese algún modo de eludir el estreno. Este es un ejemplo típico de cómo pensaría una persona de estas características. Sin embargo, todos sabemos que es un gran profesional y lo ha demostrado en repetidas ocasiones.
No significa que todos los perfeccionistas tengan un gran talento. La minuciosidad puede dar lugar a un pensamiento bastante rígido y derivar en una capacidad creativa reducida. La mayoría de las veces, se dedican a pulir una técnica o una forma de trabajo y se olvidan de generar otras alternativas. Con esto se pierde tiempo puesto que se hace y se deshace constantemente sobre lo mismo para, al final, decidir dejarlo como estaba al principio. Ese gasto innecesario de energía hace que se levante un muro alrededor que no permita ver más allá del pequeño detalle que intentamos corregir. Lo más inteligente es esforzarse para mejorar pero no para hacerlo perfecto.
Por otro lado, la perfección es relativa. Lo que a unos les parece perfecto a otros les puede resultar un desastre. En la diversidad está el gusto. A todo el mundo no le gusta lo mismo y, sobra decir, que cada uno tenemos unas habilidades que dominamos en diferente grado. Para desarrollar nuestras destrezas primero hemos tenido que aprender y practicar, por eso cada vez lo vamos haciendo mejor. Pensemos en aprender a tocar un instrumento musical, a manejar un programa de ordenador o un videojuego o, ¡hacer a mano una simple raíz cuadrada! Probablemente, muchos recordarán el cansancio y la frustración al intentarlo una y otra vez para no conseguir nada. Otros lo intentaron y abandonaron creyendo que nunca lo conseguirían. A medida que aprendemos de nuestros propios errores vamos puliendo la técnica y mejorando. Si nadie nos corrige ni somos lo suficientemente humildes para aceptar una crítica es muy difícil que consigamos avanzar.
Además, comprobar que no se es perfecto cuando esa es nuestra meta, baja la autoestima y genera una sensación de incapacidad. No sentirnos a gusto con lo que estamos haciendo impide que nos valoremos y puede producir el efecto contrario. Entra en juego una creencia que sólo admite dos opciones: bien y mal. Es decir, que si no logramos ser  perfectos es que todo lo hacemos mal. Y, ¿quién puede vivir con esa idea? Pensar que todo lo que hacemos es un desastre nos desmotiva y no deja que construyamos nuevas metas. Nos roba la fuerza y la energía para ponernos en marcha. Debemos alimentar el afán de superación para seguir luchando, sin embargo, el perfeccionismo lo destruye.
Un detalle más a tener en cuenta es que no sólo afecta a la propia persona sino que todos los que le rodean también sufren las consecuencias. Esta búsqueda incesante puede conllevar un alejamiento de los demás sin darnos cuenta. Si alardeamos de buscar la perfección y hacerlo todo bien, quienes nos rodean se pueden sentir inferiores o no aceptados por creer que no llegan a nuestras exigencias. Todos sabemos que no lo hacemos todo bien, tenemos nuestros defectos y nuestras virtudes. Pero compararnos con alguien que sólo tolera lo que está bien hecho hace que nos sintamos inseguros. Sentimos que nuestros defectos son tan grandes que no se pueden esconder y que eso es lo único que se ve porque nuestras virtudes son demasiado insignificantes para alguien que no comete fallos.
Pensándolo fríamente es una paradoja. Por un lado, está la propia persona que cree que no hace nada bien y, por el otro, están los que la rodean pensando que nunca van a ser aceptados por alguien “perfecto”. Así conseguimos crear barreras imaginarias que impiden sentirnos bien con nosotros mismos y disfrutar de la vida.

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