Lloros, lloros y más lloros hasta
quedarse casi afónico. Tirarse al suelo y dar patadas o pegar puñetazos y
morder al adulto que le acompaña. Correr de un lado para otro dando gritos (a
veces desgarradores). Ponerse rígido como una tabla cuando alguien le intenta
mover…
Las
rabietas no ocurren de un día para otro. Son el final de un largo camino que se
empezó a recorrer hace mucho tiempo, probablemente, desde que el niño tenía
meses. Así, la rabieta o pataleta es la herramienta
de control de adultos más potente que los niños pueden conquistar.
Mientras
los adultos nos esforzamos por pensar que son tan pequeños que no se dan cuenta
de nada y que no se puede razonar con ellos, paulatinamente, van perfeccionando
sus técnicas de toma de control. Aunque parezca una exageración porque no
creemos que alguien tan pequeño sea capaz de pensar en ello, no lo es. También
es cierto que no son capaces de trazar un plan de acción para conseguirlo. Es
mucho más fácil que eso; nosotros mismos les enseñamos.
Un
niño pide porque tiene una necesidad o quiere algo. Por ejemplo, cuando es
recién nacido llora cuando le toca comer. Tiene hambre y llora, es un mecanismo
de supervivencia. A medida que pasa el tiempo aprende a captar la atención con
gorgoritos o, si es “importante”, con soniquete quejumbroso. A los pocos meses,
siente tantas emociones como cualquiera de nosotros, incluida la frustración.
¿Qué nos ocurre a nosotros cuando nos sentimos frustrados? Nos enfadamos o
lloramos. Hasta aquí todo bien pero, ¿cuál es el motivo de la frustración? Para
cada uno será distinto, según lo que hayamos aprendido a tolerar.
Volvamos
al bebé o al niño pequeño. El niño quiere algo y lo pide llamando la atención.
Si no resulta suficiente incrementará sus llamadas y, si aún así no es bastante,
empezará a quejarse o a llorar hasta que venga alguien y le haga caso.
Habitualmente, como son bebés les solemos conceder todo, por aquello de la poca
movilidad y el verles tan desvalidos y/o frágiles.
Poco
a poco, con nuestro afán de superprotección, facilitamos lo que sea: alcanzar
objetos, dar caramelos, subir o bajar escalones, etc. Con lo que el pequeño se
acostumbra a tenerlo todo hecho fácilmente. Si no puede hacer algo, sabe que
pidiéndolo llegará alguien que le ayude o lo haga por él. Y si no, llorará.
Para que no llore y entendiendo que puede ser “difícil” su tarea (porque
nosotros mismos le hemos enseñado que lo es con nuestra excesiva ayuda)
corremos en su “auxilio”. Lo que se consigue así, es que cada vez el niño se
haga más cómodo y no sepa afrontar la frustración porque nadie le dice que “no”
o le obliga a hacerlo por sí mismo.
Lo
que nos encontramos es que, con pocos años, se han acostumbrado a que
quejándose o llorando consigan lo que quieren. Y, si no les hacemos caso,
aumenta el volumen del llanto y de la expresividad encontrándonos con una
rabieta.
No
es por casualidad que las pataletas ocurran en espacios donde hay gente porque
ahí es donde el adulto va a ceder antes ya sea por vergüenza o falta de paciencia.
Con lo que la idea del lloro para conseguir lo deseado se consolida.
¿Qué
hacer? Justo lo contrario, eliminar todo tipo de atención y mantenerse firmes.
Es cierto, que nos puede asustar que cada vez sea más fuerte el llanto y que
parezca que “le va a dar algo” pero es la mejor manera. Si aguantamos puede
llegar a límites insospechados (aviso a navegantes) pero cuando llegue al punto
álgido, casi como por arte de magia,
irán disminuyendo los lloros, gritos y el resto de la escena hasta quedar en un
mero ronroneo que con un poco de cariño pero mano firme podemos aplacar. Así
será como aprenda que no todo se puede obtener o que no puede hacer lo que
quiera en todo momento.
El
control debe estar siempre en manos de los adultos y no al revés. Si continuamos
repitiendo esto con cada rabieta, al final, un día diremos que “no”
o pediremos hacer algo y… ¡no habrá
ninguna escena! Felicidades. El esfuerzo, la paciencia, los nervios y disgustos
habrán merecido la pena y tienen su recompensa.
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