La
soledad no es sólo la ausencia de compañía. Es un sentimiento que puede
resultar devorador. Conocemos la tristeza de la soledad en las personas
que no tienen amigos, que viven solos sin una elección voluntaria.
Conocemos, también, la soledad más desgarradora y menos buscada que es
la de los ancianos que van perdiendo paulatinamente su red social. Van
falleciendo sus parejas, hermanos, amigos, y en algunos casos se ven
aislados por la lejanía de sus hijos y nietos o por su abandono.
Ahora
bien, además, de la soledad real, existe un sentimiento de soledad que
aparece aún estando rodeados de gente, es la soledad percibida. Es el
sentimiento que nos pone un “pero” cuando estamos siempre en compañía y
nunca nos falta un plan para pasarlo bien con otras personas. Buscamos
nuevos contactos, asistimos a cualquier fiesta o evento, participamos en
actividades de ocio colectivas, constantemente estamos buscando nuevas
maneras de conocer a más y más personas. Esta búsqueda, a veces, puede
llegar a convertirse en una obsesión.
Después
de todos esos esfuerzos, la nada se sigue apoderando de nuestra mente.
Es una insatisfacción general con nuestro entorno, es un sentimiento de
autoengaño por creer que la gente de la que nos rodeamos satisfará
nuestras propias carencias y nuestra soledad interior. Sin embargo, el
sentimiento persiste.
El
siguiente paso que solemos dar es buscar nuevas sensaciones que nos
aporten ideas y sentimientos frescos e intensos con la idea de que nos
dejen una huella en el tiempo que rellene el vacío de la soledad.
Intentamos reciclarnos mediante experiencias que no nos dejen tiempo
para pensar, que nos mantengan la mente ocupada y que eviten que esos
pensamientos negativos nos absorban por completo.
El
problema es que las sensaciones que nos aportan estas experiencias son
muy efímeras e, inevitablemente, volvemos a sentirnos solos. Buscamos
actividades que nos aporten elevadas dosis de emoción y cuanto más
dispares mejor. En este punto, los sentimientos que sustituyen a la
soledad y que aparecen tras la dosis de bienestar suelen ser la
insatisfacción, la culpa, el remordimiento, la frustración y la rabia
por no ser capaces de cambiar ese sentimiento continuo de negatividad.
Así, cuando la insatisfacción persiste aumentamos la frecuencia en la
búsqueda de nuevas sensaciones o cambiamos de actividad.
Por
lo general, acabamos cometiendo excesos como jugarnos la vida con
actividades de riesgo, comemos en demasía y de forma compulsiva,
abusamos de sustancias tóxicas o psicotrópicos o desarrollamos
adicciones como la cleptomanía, la ludopatía, la adicción al sexo, a las
compras, a internet, etc. Cada exceso que hacemos momentáneamente
mitiga la sensación de vacío pero, en cuanto termina, la ansiedad vuelve
a nosotros y la soledad nos devora de nuevo.
Esa
soledad percibida está en nuestra mente y no nos desharemos de ella a
menos que la aceptemos. Es mejor aprender a convivir con esa soledad que
nos acompaña en los malos momentos y aprender a identificar las
experiencias de placer y descanso que nos da la compañía. Y, sobre todo,
aprender a disfrutarlas, no vivirlas con ansiedad por miedo a que se
terminen.
Debemos
distinguir entre las personas que hacen relleno en nuestra vida y que
pasan circunstancialmente a nuestro lado de las que estarán con nosotros
toda la vida y nos apoyan. Ésos con los que establecemos lazos
afectivos mutuos ya sean de amistad, amor, familiaridad, etc. No podemos
pretender que todas las personas permanezcan a nuestro lado pero sí es
bueno que nos esforcemos en cuidar y trabajar unas relaciones verdaderas
y de calidad.