Este fin de semana vi una película en el cine que me hizo reflexionar. La película en cuestión se titula “Prisioneros” pero no voy a hablar del argumento sino de lo que subyace en el fondo: la religión.
La
religión es un invento humano para tratar de explicar lo inexplicable.
Es un sistema de creencias y valores con una base filosófica acerca de
la vida. Todos tenemos una filosofía de vida y unos valores por los que
nos guiamos a la hora de comportarnos y tomar decisiones. Y, también,
tenemos multitud de dudas sobre cuestiones existenciales como las ya
clásicas “quién soy”, “de donde vengo”, “hacia donde voy”,
etc. Así es que cuando se crean las religiones se trata de dar
respuesta a todas esas dudas. Es un intento de consuelo o de
proporcionar una falsa ilusión de control sobre el azar o el destino,
que viene a ser lo mismo.
El creer en una religión (especialmente con fervor) ayuda a sentirse seguro cuando las cosas van bien. Refuerza la teoría del mundo justo
en la que todos reciben lo que dan y son castigados por sus malas
acciones. Es decir, si uno se porta bien no le va a pasar nada malo; no
tiene de qué preocuparse. De esta manera, nos sentimos seguros y
tranquilos. Cuando aparecen dudas y problemas apelamos a la ayuda de ese
dios porque de una forma u otra, gracias a él, vendrá la solución.
Pero
tiene un doble filo. Cuando las cosas no ocurren como debería se
tambalea nuestro sistema de valores. El mundo ya no es tan justo y no
sabemos por qué. Se crea la indefensión en la persona porque piensa que
no puede hacer nada y que sólo ese dios en el que cree puede solucionar
los problemas. Esto genera una sensación de ausencia total de control
que impide que la persona tome las riendas de su vida y se ponga en
marcha porque “lo que tenga que ser será”.
Cuando,
finalmente, las cosas nos salen como esperaban uno se pregunta qué es
lo que ha hecho mal para ser castigado e, incluso, puede echarle la
culpa a su dios por no haber tomado cartas en el asunto. Ese sentimiento
de culpabilidad que aparece ante la posibilidad de haber hecho algo
malo, sin saber muy bien el qué, hace que la persona se censure
continuamente y que piense que es una persona deplorable y que, por
tanto, no merece ser respetado por nadie.
Por
otro lado, cuando las cosas salen bien, no va a ser gracias a uno
mismo. Será gracias a quien tiene en sus manos nuestro destino. Como
consecuencia, nunca vamos a creer que somos suficientemente fuertes o
válidos para enfrentarnos a la adversidad. No dejamos que se desarrolle
nuestra autoestima ni nuestra autoeficacia porque todo se debe a ese ser
supremo.
Además,
esa sensación de tener que rendir cuentas a alguien que todo lo ve hace
que vivamos en una situación de evaluación permanente. No podemos
desviarnos de la norma establecida aunque no haya ninguna razón para
seguirla o a pesar de que apartarnos sea más saludable. Los
remordimientos y el miedo al rechazo harán que dudemos de la validez de
ese cuestionamiento que nos hacemos y decidamos abandonarlo.
Cada
uno de nosotros es libre de tener o acogerse a un sistema de valores
que le defina y que le ayude en su vida pero lo que no es aconsejable es
la rigidez y el inmovilismo que puede llegar a causar. Adaptarnos a las
circunstancias, tomar el control de nuestra vida y aceptar la
responsabilidad sobre nuestros propios actos hace que vivamos una vida
mucho más plena y que nos desarrollemos como personas. Buscar nuestro
bienestar respetando a quienes nos rodean puede ser una buena base para
asentar este sistema de valores.
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