Tener
pensamientos mágicos no significa que tengamos telepatía para
comunicarnos en silencio o que podamos adivinar los pensamientos de otra
gente. El pensamiento mágico es tan simple como una creencia.
¿Cuántas
veces hemos pensado en nuestra vida que si fuésemos más atractivos
tendríamos más amigos o si tuviéramos más dinero conseguiríamos todo lo
que nos propusiéramos?
Seguro que muchos de los que estáis leyendo inmediatamente y casi sin acabar habéis contestado, “¡es que es verdad!” o “por desgracia es cierto”.
Pero
esto no es más que una frase expresada de forma condicional que
nosotros nos creemos a pies juntillas. Se trata de una manera de pensar
que no tiene en cuenta la realidad. Parte de algo que no podemos tener
(porque ya ha ocurrido, porque no poseemos las cualidades necesarias,
porque no es real, etc.) para asegurar que algo se cumpliría
necesariamente como resultado de la primera premisa.
Los pensamientos mágicos son la excusa para no ponernos en marcha y justificar nuestro inmovilismo. |
Pero
¿quién lo puede asegurar? ¿Cómo podemos estar tan seguros de que
nuestra vida cambiaría radicalmente si cambiase este único elemento que
defendemos? Por suerte o por desgracia, nadie ha conseguido cambiar el
rumbo de su vida con este tipo de creencias. Es por esto por lo que en
psicología llamamos a esta clase de ideas pensamiento mágico, porque creemos que con cambiar una pequeña parte todo sería completamente diferente. Y, por supuesto, favorable a nosotros.
¿Qué
función tiene comportarnos de esta manera? El pensamiento mágico tiene
una función defensiva y justificativa. Cuando nos sentimos incapaces de
controlar algún aspecto de nuestra vida (o toda nuestra vida en general)
y no conseguimos ver una salida entonces justificamos la situación de
esta forma. Por ejemplo, “si fuera más delgado o delgada la gente me querría más y sería más popular.”
De esta manera justifico no tener tantos amigos como me gustaría y,
además, le echo la culpa a mi aspecto físico como si fuera algo externo a
mí.
Al
intentar defendernos buscamos una explicación a lo que ocurre y, de
paso, un culpable de la situación y de las molestias o del sufrimiento
que nos causa a la vez que nos evadimos de nuestra responsabilidad.
Pero
¿por qué evadirnos de la responsabilidad si es algo que no podemos
cambiar? Porque en realidad sí podemos cambiar la situación y lograr eso
que deseamos. Lo que verdaderamente queremos que se cumpla es la
segunda parte de esa condición que nos ponemos: el ser más felices, más
queridos, conseguir lo que nos proponemos, etc. Pero poniendo delante
ese obstáculo que parece imposible de superar es cuando encontramos la
justificación y nos concedemos el lujo de evadir nuestra propia
responsabilidad. Es decir, si tengo una escusa para no luchar por algo
que me supone un gran esfuerzo y, especialmente, si parece inmodificable
ya no hace falta que haga nada.
Esto,
a la vez que nos justifica también nos paraliza porque merma nuestra
capacidad de iniciativa y de autoeficacia a la vez que nos permite
relajarnos y no alimentar nuestra motivación.
Paradójicamente, lo que hace es que a pesar de tenerlo todo bien atado y justificado
nos seguimos sintiendo mal por la situación inmóvil en la que nos
encontramos. Seguimos sin ver una salida a lo que nos causa sufrimiento a
la vez que nos sentimos incapaces y sin ganas de ponernos en marcha.
Así
que, cuando nos damos cuenta, nos encontramos envueltos en un bucle
negativo en el que la única salida que encontramos es seguir generando
estos pensamientos mágicos para aliviar un poco nuestro malestar.
Aunque
nos cueste mucho esfuerzo intentar luchar contra todos estos obstáculos
que nosotros mismos nos ponemos a la larga nos ayudará a reforzar
nuestra autoestima porque nos dará la demostración real de que somos
capaces de sobreponernos a las dificultades.
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