martes, 26 de julio de 2011

Necesito mi amuleto de la suerte.


Se denomina efecto placebo al fenómeno por el cual los síntomas de un paciente pueden mejorar mediante un tratamiento con una sustancia inocua. Generalmente, esto se asocia siempre a las investigaciones científicas. Para comprobar si una sustancia es realmente eficaz se debe comparar con otra que no produce ningún efecto como el agua, el agua con colorante, las pastillas de azúcar, etc.
En la vida cotidiana, todos nos administramos placebos de una u otra forma pero en este caso lo llamamos sugestión. Por ejemplo, la famosa pulsera que hace milagros. Al principio ayudaba a mantener el equilibrio, ahora, también mejora la resistencia, la flexibilidad, el rendimiento, la concentración, el estado de ánimo y la salud. Otro ejemplo, es el agua imantada. Respecto a esto, la primera pregunta que se me ocurre es: ¿cómo se imanta el agua si sólo está compuesta de hidrógeno y oxígeno? La gente que prueba este tipo de remedios dice que nota mejoría. Pero mejoría, ¿en qué? ¿Es que antes no se encontraban bien?
El creer que tenemos en nuestra mano un objeto que puede cambiar nuestra suerte o hacernos sentir bien hace que generemos unas expectativas positivas. Como tenemos una idea difusa sobre lo que ocurrirá, nos basta con que se produzca un pequeño cambio. Da igual lo que sea porque si nosotros notamos algo distinto ya podremos justificar que es eficaz.
El resultado real se podría atribuir a nuestras habilidades mentales. Con frecuencia, no tenemos en cuenta la capacidad de nuestro cerebro pero, en estos casos, sí que podríamos decir que tenemos poderes mentales. Cuando creemos ciegamente que va a ocurrir algo y, realmente ocurre, es que nosotros lo hemos provocado. Mediante nuestros pensamientos podemos mejorar nuestras habilidades como el rendimiento físico o la concentración. Sólo nos hace falta convencernos de que va a suceder así y lo podremos conseguir. El problema es que nos falta confianza en nosotros mismos. Si creemos que somos capaces y lo vamos a lograr, en seguida, pensamos que no podremos porque, en otras ocasiones, tampoco lo hemos conseguido. No analizamos la situación y tiramos la toalla. Además, si lo intentamos será para confirmar nuestra idea pesimista. En cambio, introduciendo un nuevo instrumento al cual responsabilizar de nuestra conducta, las cosas cambian. Seguimos sin analizar la situación pero actuamos con decisión, dejando atrás la inseguridad y el temor.
¿Qué es lo que ocurre entonces? Si nos autoconvencemos de que somos capaces podemos fallar y sentirnos muy mal ante la derrota. En cambio, si tenemos algún objeto (una piedra, una pulsera, un alfiler, etc.) al cual echar la culpa nos podemos arriesgar sin miedo al fracaso. Si erramos no pasará nada porque ya lo sabíamos y no somos nosotros los responsables. Si tenemos éxito será, por supuesto, que nuestras capacidades mejoran gracias a ese instrumento que llevamos con nosotros. Es el mismo razonamiento que llevar un amuleto a un examen o a una prueba importante. Si no nos hemos preparado lo suficiente es bastante improbable que nos salga bien. Y, en el caso de que así fuera, se debería al azar y sería muy difícil que volviese a ocurrir algo semejante en un futuro.
Los amuletos o talismanes funcionan por sugestión y sirven para que nuestras expectativas de logro aumenten. Así nos esforzamos más y logramos éxitos que no nos atrevemos a intentar en condiciones normales. En este sentido, es una buena ayuda pero no es la adecuada. Podemos hacernos tan dependientes de estos utensilios que si, por casualidad, los perdiéramos también se iría con ellos nuestra autoconfianza.
Siendo realistas nos daremos cuenta de que lo único que nos ayuda a conseguir lo que nos proponemos es nuestra capacidad de motivación y la seguridad en nosotros mismos. Todo lo demás sobra porque nos hace sentir más vulnerables y dependientes de los factores externos.

jueves, 14 de julio de 2011

La dieta maravillosa


Estamos en pleno verano. La estación en la que se lucen los resultados del duro trabajo de la operación biquini. A estas alturas, seguramente, ya hayamos llegado a la conclusión de que un año más no hemos sido capaces de bajar ni un solo gramo o que, todo lo que adelgazamos, lo hemos recuperado de sobra gracias a las frescas cañitas y a las ricas tapas.
Hemos pasado una temporada privándonos de comer todo aquello que tanto nos gusta. Nos hemos alimentado casi exclusivamente de piñas, alcachofas, sopas o de sirope de arce, que tan de moda está últimamente. Incluso, los que se lo han tomado más en serio, dejaron de fumar y no probaron una gota de alcohol. Y todo ello, ¿para qué? Para sentirnos desesperados por no ser capaces más que de pasar nervios y hambre y darnos por vencidos ante el primer plan de tomar unas cañas en una terraza.
Las dietas milagro no existen porque lo único que hacen es ayudar a perder líquidos. Si nos fijamos en los componentes de este tipo de dietas son alimentos con un alto contenido de agua o con propiedades laxantes. Por tanto, esto es lo que se pierde: agua y toxinas. A su vez se van consumiendo, sin reponerse, sustancias imprescindibles para que nuestro cuerpo funcione correctamente. El resultado es un déficit nutricional que se refleja en la salud física y mental. Por un lado, la falta real de nutrientes hace que el metabolismo se altere. Por otro lado, la prohibición de todo aquello que nos gusta pero que engorda nos hace sentir nerviosos porque la gula nos corroe. Además, lo sentimos como una especie de autocastigo por no habernos cuidado antes y eso nos mina la moral. Por no hablar del pésimo humor que nos deja la constante sensación de hambre.
La forma de actuar cuando se siguen este tipo de dietas siempre es el mismo. Con la primavera nos acordamos de que pronto tendremos que lucir nuestra figura en la piscina o en la playa. Nos alarmamos del poco tiempo que queda y buscamos una forma de perder peso rápidamente. Hacemos una dieta muy estricta y no nos permitimos comer casi nada, con lo cual pasamos mucha hambre y perdemos nutrientes que no recuperamos. La sensación de hambre va creciendo y la fuerza de voluntad disminuyendo hasta que no podemos más. Entonces pensamos que por una vez no va a pasar nada y nos damos un capricho por lo bien que lo hemos estado haciendo. Comemos con voracidad todo aquello de lo que nos habíamos privado. Nos sentimos mal y volvemos a seguir nuestro estricto régimen con la idea de no saltárnoslo nunca más. Aguantamos hasta que llegamos de nuevo al mismo punto de hambre insaciable y nos saltamos el régimen una vez más. Este ciclo lo solemos repetir a lo largo de todo el verano.
Lo que se consigue con esto es que nuestro organismo se altere tanto que produzca un efecto rebote y engordemos. Ante la falta de alimentos el cuerpo responde aumentando la sensación de hambre. Con las comilonas que nos damos cuando no resistimos más el cuerpo recupera lo que ha perdido y almacena más sustancias para prevenir un nuevo déficit de nutrientes. La siguiente vez que repetimos el ciclo nuestro cuerpo funciona igual y almacena aún más sustancias. Es decir, se convierte en una espiral, cuanto más estricta es nuestra dieta con más fuerza reacciona nuestro cuerpo. Por eso, cada vez nos cuesta más perder peso y nos sorprende que engordemos con mayor facilidad, a pesar de nuestros esfuerzos.
Lo normal, y lo más sano, sería tener una dieta equilibrada todo el año y acompañarla de ejercicio físico. Esto es lo que, de verdad, nos ayudará a estar bien físicamente y repercutirá en nuestro bienestar emocional. Si pretendemos ponernos a régimen, lo fundamental es estar convencidos de que realmente lo queremos hacer. Necesitaremos mucha fuerza de voluntad para seguirla porque será algo largo en el tiempo. Además, debemos acudir a un especialista que nos evalúe y nos confeccione una dieta adaptada a nuestras características y necesidades. Y, no está de más, contar con apoyo psicológico que nos ayude a fortalecer nuestra capacidad de autocontrol y a evitar que nos desmotivemos.

miércoles, 6 de julio de 2011

Días de borrasca, víspera de resplandores.


Después de tanto tiempo inmersos en las tinieblas de la lluvia, por fin, parece que sale tímidamente el sol. No sabemos lo que tardará en esconderse de nuevo. Lo que sí sabemos es que nuestro ánimo es mucho mejor en los días soleados.
El sol influye en nuestro organismo a través de la vitamina D. Nuestro cuerpo obtiene esta vitamina por la alimentación pero también mediante la exposición al sol. Se encarga de que nuestros huesos y dientes se fortalezcan, tiene propiedades anticancerígenas, ayuda a mantener la piel en buen estado y refuerza el sistema inmunitario.
Más allá de estas propiedades, está el sol como astro que proporciona luz y calor. Hay una relación directa entre los días soleados y nuestro buen estado de ánimo. No es casualidad que en los países nórdicos haya una tasa elevada de depresión y de suicidios. Tampoco es casualidad que en la zona mediterránea se disfrute la vida en la calle y tengan unas características de personalidad completamente diferentes a las de los países más fríos y lluviosos.
El clima afecta al carácter porque condiciona el estilo de vida. Nuestras costumbres varían con las estaciones y hacen que estemos más aletargados o más activos. Cuando está nublado apenas hay luz y nos sentimos en una especie de constante atardecer. Parece que se acaba el día y eso transmite una sensación de cansancio. Si hace frío nuestro cuerpo se contrae. El hecho de tener los músculos en tensión hace que nosotros mismos también estemos tensos, lo que contribuye a que nos sintamos irritables. Si, además llueve, tenemos la excusa perfecta para no salir a la calle. En el momento que ponemos los pies en la acera la humedad se mete en nuestro cuerpo, tenemos altas probabilidades de pisar la baldosa rota que nos pone perdidos y hay un ambiente general de prisa y enfado. Enfado porque estamos mojados, por tener que cargar con el paraguas y tener que esquivar al resto de viandantes. Parece que todos los coches del mundo se concentran en la misma calle y hay atascos en las aceras por los paraguas. Todas estas cosas nos crispan y nos agobian porque tenemos más prisa que de costumbre y todo va mucho más lento.
En cambio, cuando sale el sol todo se llena de vida. Los rayos de sol calientan nuestro cuerpo y nos induce un estado de tranquilidad. Un día muy luminoso transmite un efecto de comienzo de jornada porque los rayos son más intensos. Percibimos que todavía nos queda mucho tiempo para hacer cosas. Estamos llenos de vitalidad puesto que la necesitamos para aguantar todo el día. Apetece disfrutar y salimos a la calle a pasear, los coches se quedan en casa y existe un ambiente más calmado. Suponemos que al día siguiente volverá a hacer sol y nos enfrascamos en multitud de planes. Esos planes llegan también a nuestro tiempo libre y lo aprovechamos para huir de nuestra cueva invernal. Nos apetece hacer cosas y esto favorece que nos valoremos más porque nos sentimos útiles y satisfechos con nosotros mismos. Salir a la calle promueve el contacto con los demás y, también, nos ayuda a sentirnos mejor.
Esto es una de las razones que explica las diferencias de personalidad entre las poblaciones del sur y las del norte. Ocurre tanto entre países como entre regiones de una misma nación. Por lo general, las personas que viven en lugares fríos y lluviosos, con poca luz, suelen preferir una vida más recogida y con aficiones más individuales. Su personalidad suele ser más cerrada o menos propensa al contacto social. Sin embargo, en las poblaciones del sur vemos que mayoritariamente tienen una vida más social, en continuos actos, ritos y celebraciones que atraen a la multitud. En seguida, buscan entablar conversación con otra persona y suelen ser mucho más abiertos a los demás.
Todo esto no es por genética, aunque sí hay una parte. Se debe a la educación cultural que hemos recibido durante siglos y siglos. Se ha transformado en costumbres que están muy condicionadas por el clima. Y, al final, se acaba convirtiendo en el estilo de vida de las personas.