Se denomina efecto placebo al fenómeno por el cual los síntomas de un paciente pueden mejorar mediante un tratamiento con una sustancia inocua. Generalmente, esto se asocia siempre a las investigaciones científicas. Para comprobar si una sustancia es realmente eficaz se debe comparar con otra que no produce ningún efecto como el agua, el agua con colorante, las pastillas de azúcar, etc.
En la vida cotidiana, todos nos administramos placebos de una u otra forma pero en este caso lo llamamos sugestión. Por ejemplo, la famosa pulsera que hace milagros. Al principio ayudaba a mantener el equilibrio, ahora, también mejora la resistencia, la flexibilidad, el rendimiento, la concentración, el estado de ánimo y la salud. Otro ejemplo, es el agua imantada. Respecto a esto, la primera pregunta que se me ocurre es: ¿cómo se imanta el agua si sólo está compuesta de hidrógeno y oxígeno? La gente que prueba este tipo de remedios dice que nota mejoría. Pero mejoría, ¿en qué? ¿Es que antes no se encontraban bien?
El creer que tenemos en nuestra mano un objeto que puede cambiar nuestra suerte o hacernos sentir bien hace que generemos unas expectativas positivas. Como tenemos una idea difusa sobre lo que ocurrirá, nos basta con que se produzca un pequeño cambio. Da igual lo que sea porque si nosotros notamos algo distinto ya podremos justificar que es eficaz.
El resultado real se podría atribuir a nuestras habilidades mentales. Con frecuencia, no tenemos en cuenta la capacidad de nuestro cerebro pero, en estos casos, sí que podríamos decir que tenemos poderes mentales. Cuando creemos ciegamente que va a ocurrir algo y, realmente ocurre, es que nosotros lo hemos provocado. Mediante nuestros pensamientos podemos mejorar nuestras habilidades como el rendimiento físico o la concentración. Sólo nos hace falta convencernos de que va a suceder así y lo podremos conseguir. El problema es que nos falta confianza en nosotros mismos. Si creemos que somos capaces y lo vamos a lograr, en seguida, pensamos que no podremos porque, en otras ocasiones, tampoco lo hemos conseguido. No analizamos la situación y tiramos la toalla. Además, si lo intentamos será para confirmar nuestra idea pesimista. En cambio, introduciendo un nuevo instrumento al cual responsabilizar de nuestra conducta, las cosas cambian. Seguimos sin analizar la situación pero actuamos con decisión, dejando atrás la inseguridad y el temor.
¿Qué es lo que ocurre entonces? Si nos autoconvencemos de que somos capaces podemos fallar y sentirnos muy mal ante la derrota. En cambio, si tenemos algún objeto (una piedra, una pulsera, un alfiler, etc.) al cual echar la culpa nos podemos arriesgar sin miedo al fracaso. Si erramos no pasará nada porque ya lo sabíamos y no somos nosotros los responsables. Si tenemos éxito será, por supuesto, que nuestras capacidades mejoran gracias a ese instrumento que llevamos con nosotros. Es el mismo razonamiento que llevar un amuleto a un examen o a una prueba importante. Si no nos hemos preparado lo suficiente es bastante improbable que nos salga bien. Y, en el caso de que así fuera, se debería al azar y sería muy difícil que volviese a ocurrir algo semejante en un futuro.
Los amuletos o talismanes funcionan por sugestión y sirven para que nuestras expectativas de logro aumenten. Así nos esforzamos más y logramos éxitos que no nos atrevemos a intentar en condiciones normales. En este sentido, es una buena ayuda pero no es la adecuada. Podemos hacernos tan dependientes de estos utensilios que si, por casualidad, los perdiéramos también se iría con ellos nuestra autoconfianza.
Siendo realistas nos daremos cuenta de que lo único que nos ayuda a conseguir lo que nos proponemos es nuestra capacidad de motivación y la seguridad en nosotros mismos. Todo lo demás sobra porque nos hace sentir más vulnerables y dependientes de los factores externos.