La Declaración Universal de los Derechos Humanos
se firmó en 1948 en París. Son treinta artículos que recogen una serie
de orientaciones para facilitar la convivencia entre todas las personas a
nivel mundial. Es cierto que no son leyes sino que son orientaciones
que los países firmantes deben cumplir pero, también, es cierto que se
firmaron para contribuir a la creación de un mundo mejor para todos.
A
pesar de que tengamos la sensación de que las cosas nos van tan mal
últimamente si echamos un vistazo hacia atrás nos daremos cuenta de que
alguna mejoría sí que ha habido. Tan sólo con comparar las grandes
atrocidades que se cometieron, especialmente, a principios y mediados
del siglo XX con lo que actualmente estamos viviendo ya podemos marcar
una gran diferencia.
No
vivimos en el paraíso pero, al menos, podemos considerarnos personas
más racionales que algunas de las que vivieron entonces. Durante todo
este tiempo hemos comprendido que la vida de los hombres y de las
mujeres vale lo mismo y seguimos luchando por ello. Y también, somos
capaces de convivir en nuestras ciudades con personas de distintas
razas, a pesar de ciertas corrientes que, a veces, aparecen para echar
la culpa de nuestros males al más débil.
Lo
que viene a proclamar la Declaración Universal de los Derechos Humanos
es que todas las personas somos iguales. Que podemos defender nuestros
derechos pero también tenemos la responsabilidad de respetar los de los
demás. Y es aquí donde se produce la discordia. “¿Qué pasa cuando los
demás no respetan nuestros derechos y los pisotean?”, “Deberían pagar
por ello en la misma medida para que aprendan”, “No se pueden ir de
rositas”.
Los derechos humanos son orientaciones que nos llevan a un mejor entendimiento entre todas las personas del mundo |
Esto
no es malo en absoluto. Lo que sí es peligroso es actuar por impulsos
que derivan de nuestras emociones. Seguro que todos hemos comprobado que
cuando estamos enfadados fallamos más y parece que todo sale peor. No
pensamos con claridad y cada vez que tropezamos nos enfadamos aún más.
Eso
mismo ocurre a escala global cuando exigimos que se pague con la misma
moneda o algo que suponga un castigo de la intensidad más aproximada
posible para que aprendan. Nadie va a aprender y lo único que se va a
conseguir es que se entre en una espiral de actos que generan más
emociones negativas, como el rencor y el odio, que, a su vez, exigirán
por la otra parte lo mismo. Y así nos quedaríamos enganchados en una
espiral infinita y cada vez peor.
“Entonces todos podremos hacer lo que nos dé la gana porque nadie nos va a decir nada”.
Es necesario intentar reparar todo lo que se ha estropeado pero debemos
asumir que lo que se ha perdido ya no se puede recuperar y que lo que
se rompe ya no vuelve a quedar igual que estaba. Pero hacer lo mismo al
culpable no va a hacer que volvamos a nuestro punto de inicio, es más,
nos creará la sensación de que no es suficiente. Y nunca va a ser
suficiente porque no perdonamos.
Pero
para perdonar es necesario reparar. Es decir, que si alguien violó
nuestros derechos nos tendría que pedir perdón de una manera directa,
seria y convincente. Que se nos dé la oportunidad de escuchar las
razones que tuvo y que nosotros podamos expresar ese sufrimiento que nos
produjo y las consecuencias que se han derivado posteriormente.
Si
creemos que estamos en posición o derecho de aplicar eso que llamamos
justicia y queremos enseñar algo primero tendremos que dar ejemplo. Y el
ejemplo no es repetir lo mismo que nos hicieron sino actuar de acuerdo
con esa armonía que buscamos y que llamamos paz, respeto, igualdad, etc.
Sólo
de esta manera podremos retomar el concepto de ser humano, tener una
visión objetiva del mundo que nos rodea y aceptaremos que ese mundo no
es justo por mucho que nos aferremos a esta creencia (aunque podemos dar
pasos en esa dirección). Y así, es como frenaremos la constante
violación de Derechos Humanos y las escaladas de violencia entre países,
culturas, pueblos, familias y personas.