“Carreras por la casa, prisas y
ruido de ruedas de unas maletas inquietas. Da vueltas por toda la casa mientras
revisa todos los rincones de la habitación por si se olvidan algo. Mientras
tanto, los ojos brillantes por las lágrimas que asoman al borde de las
pestañas. Pero sonríe mientras les mira… En la puerta de casa, apurando los
últimos detalles y dándoles un tupper con lo que hizo esa misma mañana y miles
de besos y abrazos. Toda la vida criándoles, cuidándoles y preocupándose por
que estuvieran bien y no les faltara de nada. Y ahora, sin darse cuenta, se
van. De repente, el rostro infantil se torna en el de un adulto sereno a la vez
que nervioso pero que transmite ilusión por el futuro. Al cerrar la puerta, el
vacío inunda la casa.”
Éste
suele ser el final de la larga secuencia que tiene lugar en una familia con
hijos ya mayores. Algunos se van a estudiar fuera del hogar y otros encuentran
su trabajo en otra ciudad o país. Otros, tras muchos años de dudas y comodidad,
deciden dar el paso.
Poco
a poco, los hijos han ido adquiriendo su independencia y han ido organizando su
vida. Habrá costado muchas discusiones el hecho de ver que se van haciendo
mayores y que ya no cuentan con nadie más que con sus amigos o su pareja. Los
padres están fuera de los planes y pueden llegar a ser una molestia con sus
continuas quejas y explicaciones que, por supuesto, son sin mala intención.
Pero
a pesar de esa sensación de tener unos hijos que están en la casa como si fuera
un hotel, siguen estando ahí. Para los padres siguen siendo parte de la casa y
“sus niños”, aunque estos pasen de los treinta. Parece que el hecho de seguir
bajo el mismo techo era un signo de protección y que nunca les iba a pasar nada
porque por muy mal que fuera todo la familia seguía unida.
Tantas
discusiones por la disciplina y tantas ganas de que se independizaran pero
resulta que ahora la casa se nota sin vida. Falta algo que lo llenaba todo y da
la impresión de que no se va a ir esa “presencia de la ausencia”.
Cuando
se piensa en la independencia de los hijos parece que la preocupación va a
desaparecer porque ellos ya serán mayores y tendrán su vida resuelta. En
cambio, lo que ocurre realmente es que la preocupación persiste porque no se
les ve a diario y las mismas preguntas que antes se respondían solas ahora
nadie las resuelve. Se les echa de menos y se piensa, a menudo, qué estarán
haciendo si estarán bien, por qué no llaman, etc. Por eso, casi lo primero que
acude a la mente de una madre cuando descuelga el teléfono su hijo es: “¿Qué
tal estás? ¿Comes bien? ¿Necesitas algo?” Si por ella fuera llamaría todos los
días, sobre todo al principio.
Y
es que parece que ese momento no va a llegar o que va a ser algo natural y casi
un alivio para los padres, sin embargo, el cambio es muy grande y parece que
sobra casa por todos los lados. Pero esa tristeza también es dulce porque es
algo bueno para los hijos y es un cambio deseado en su vida. Es en ese momento
cuando los padres ven su trabajo como educadores ahí reflejado; pueden
comprobar si han preparado a sus hijos para desenvolverse adecuadamente y para
ser felices por sí mismos.
Al
final, no es tan dura la separación porque el contacto telefónico y las visitas
son frecuentes. Y, si se han quedado en la misma ciudad, es posible que sigan
yendo a comer todos los días.
Ahora
empieza para la pareja una especie de segundo noviazgo para disfrutar. Unos
cuantos años más tarde se reencuentran los dos sin cargas familiares y la
prioridad son ellos mismos. La casa es su refugio y la pueden disfrutar a su
antojo. Es la hora de descubrir la agradable compañía del otro y disfrutar.
Se
corre el riesgo, no obstante, de darse cuenta del cambio tan grande que se ha
dado y apenas reconocer a aquel o aquella joven que un día conocieron.
Precisamente, esto es lo divertido porque es una ocasión magnífica para hacer
planes juntos y dedicar tiempo suficiente a redescubrir al otro miembro de la
pareja. La madurez es algo bueno para solventar los fallos de la inexperiencia
y conseguir un grado de bienestar mucho mayor.
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